Camino de Málaga V

Cuenta atrás para el maratón. Cinco días, cinco temas. Quinta entrega.
 
Los minutos previos a un maratón son bastante confusos. Sensaciones contradictorias. Emoción. Por formar parte de todo aquello. Por culminar el trabajo de varios meses. Canguelo. Ante lo que se avecina ¿Quién me mandaría a mí? Yo creo que, en algún momento, esa pregunta nos ronda la cabeza a todos. Es cierto que desaparece pronto. Sin ser respondida, por supuesto. Y entonces, de repente, comienza a pasar el asfalto bajo tus suelas. Luego vendrán otras preguntas. Y algunos juramentos. Pero, al final, especialmente al divisar el arco de meta, te alegras de estar allí. No puedes quejarte. Es decisión tuya. Y tienes suerte de poder hacerlo. Porque los kilómetros no duelen. Lo verdaderamente duro es no tener un lugar hacia el que correr...

Camino de Málaga IV.

Cuenta atrás para el maratón. Cinco días, cinco temas. Cuarta entrega.

La propuesta de hoy es un clásico. De la Historia de la música y de esta lista ranera. Es difícil no caer en la tentación de invitarla año tras año. Aunque, en esta edición, no ha venido de la mano de Del Shannon. Es una versión. Una buena versión. Una versión honesta. Es cierto, no es la original. No la primera. Y diréis que no está a su altura. Que no admite comparación. Que no tiene mérito. Yo no lo creo. Pienso que, en ocasiones, un trabajo es bueno por sí mismo. Por la forma en la se hizo. Por el empeño que se puso. Algo así sucede en un maratón. Los primeros puestos son para unos pocos. ¿Privilegiados? ¿Elegidos? Vete tú a saber. El caso es que, para la inmensa mayoría, el objetivo se centra en competir contra uno mismo. En dar tu mejor versión. En hacer un buen trabajo. Como la vida misma, vaya.

Camino de Málaga III.

Cuenta atrás para el maratón. Cinco días, cinco temas. Tercera entrega.

Este tema no estaba previsto. No figuraba en la alineación titular. Ni como suplente. Ha sido una aportación. Una sugerencia. Y no podía obviarla. Por la canción en sí y por quien la traía bajo el brazo. Un amigo. No. Un hermano. O las dos cosas. Sin compartir ADN. Qué más da. No todo es física y química. No siempre hay una secuencia lógica. La línea recta no garantiza el camino más corto. Las mejores frases se escriben en renglones torcidos. Y a veces, algunas veces, bastantes veces, hay que correr para no moverse. Para mantener el tipo. Para seguir de pie.
 

Camino de Málaga II.

Cuenta atrás para el maratón. Cinco días, cinco temas. Segunda entrega.

Puedes decir lo que quieras. Que es cosa de cobardes (un clásico). Que las siete de la mañana de los sábados están hechas para acostarse, no para ponerse en pie. Que no le encuentras gracia al asunto. Que tienes un amigo con las rodillas destrozadas. Que con lo bien que se ve por la tele. Sí, vale. Como gustes. Pero que sepas que, aunque no te des cuenta, tú también te pasas la vida corriendo...

Camino de Málaga I.

Cuenta atrás para el maratón. Cinco días, cinco temas. Primera entrega.

Probablemente, el único deporte que Johnny Cifuentes haya practicado en su vida sea el de cargar cervezas en el carro del supermercado. Y la visión más cercana a unos pantalones de running, sus Meyba a contraluz sobre el suelo, en una habitación desconocida. Pero hubiera sido un buen maratoniano. Ya lo creo. Él mejor que nadie sabe que lo que cuenta no es ganar, ni llegar pronto. Lo importante, lo que de verdad te hace fuerte, es resistir. Por eso un maratón es más que una carrera. Es una actitud. Una forma de entender las cosas. Es rock&roll. Rock&roll del bueno. Auténtico rock&roll.

En el lugar preciso.


L. y yo nos casamos en 1974. Nuestro hijo nació en 1977, y al año siguiente ya había terminado nuestro matrimonio. Pero todo eso importa poco ahora, salvo para localizar el escenario de un incidente que ocurrió en la primavera de 1980.

L. y yo vivíamos entonces en Brooklyn, a tres o cuatro manzanas de distancia, y nuestro hijo dividía su tiempo entre los dos apartamentos. Una mañana, yo había ido a casa de L. para recoger a Daniel y llevarlo al colegio. No me acuerdo si entré en el edificio o si Daniel bajó las escaleras solo, pero recuerdo con claridad que, cuando ya nos íbamos, L. abrió la ventana de su apartamento en el tercer piso para echarme dinero. Tampoco me acuerdo de por qué lo hizo. Quizá quería que echara una moneda en el parquímetro; quizá yo tenía que hacerle algún recado, no lo sé. Lo único que se me ha quedado grabado es la ventana abierta y  la imagen de una moneda de diez centavos volando por el aire. La veo con tal claridad que es casi como si hubiera estudiado fotografías de ese instante, como si la moneda formara parte de un sueño recurrente que yo hubiera tenido desde entonces.

Pero la moneda de diez centavos chocó contra la rama de un árbol, y se rompió la curva descendente que describía camino de mi mano. La moneda rebotó contra el árbol, aterrizó sin ruido por allí cerca y se esfumó. Me acuerdo de haberme agachado a buscarla, removiendo las hojas y las ramas al pie del árbol, pero los diez centavos no aparecieron por ninguna parte.

Puedo fechar este incidente a principios de la primavera porque sé que más tarde, el mismo día, asistí a un partido de béisbol en el Shea Stadium: el partido que inauguraba la temporada. Un amigo mío había conseguido entradas, y generosamente me había invitado a acompañarlo. Yo no había estado nunca en el primer partido de la temporada, y recuerdo bien la ocasión.

Llegamos temprano (parece que había que recoger las entradas en alguna taquilla) y, mientras mi amigo hacía la gestión, yo lo esperaba en uno de los accesos del estadio. No se veía un alma. Me refugié en un hueco para encender un cigarro (aquel día hacía mucho viento), y allí, en el suelo, a un palmo de mi pie, estaban los diez centavos. Me agaché, los cogí y me los metí en el bolsillo. Por absurdo que pueda parecer, tuve la certeza de que eran los mismos diez centavos que había perdido en Brooklyn esa mañana.

El cuaderno rojo.
Paul Auster.

A un clavo ardiendo.

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Un hombre sin manos llamó a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si exceptuamos los ganchos cromados, era un hombre de aspecto corriente y tendría unos cincuenta años.

-¿Cómo perdió las manos? – le pregunté cuando me dijo lo que quería.
-Esa es otra historia –respondió -.¿Quiere la foto o no?
-Pase –le dije- acabo de hacer café.
También había hecho un poco de jalea, pero eso no se lo dije
-Tendría que ir al aseo –dijo el hombre sin manos.

Yo quería ver cómo sostenía la taza de café con aquellos ganchos. Sabía cómo utilizaba la cámara, una vieja Polaroid grande y negra. La llevaba pegada al pecho, atada con unas correas de cuero que le ceñían los hombros y le rodeaban la espalda. Se situaba en la acera, enfrente de tu casa, la encuadraba en el visor, apretaba el botón con uno de los ganchos, y al cabo de un par de minutos salía la fotografía de la casa. Le había estado observando desde la ventana.

-¿Dónde ha dicho que estaba el aseo?
-Por ahí, a la derecha.

Para entonces, doblándose y encorvándose, se había desembarazado de las correas. Dejó la cámara en el sofá y se arregló la chaqueta

-Puede echarle una ojeada a esto mientras estoy en el aseo.

Cogí la fotografía que me tendía. Un pequeño rectángulo de césped, el camino de entrada, el cobertizo de los coches, las escaleras de la entrada, la ventana del mirador y la ventana de la cocina. ¿Por qué habría yo de querer una fotografía de aquel desastre?

Visor.
Raymond Carver.

Marca de agua.

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Quirke no tenía cumpleaños. Había sido huérfano –suponía que aún lo era, aunque le resultara extraño pensarlo- y su certificado de nacimiento, si existió, había desaparecido. No conocer su fecha de nacimiento, y por tanto no tener un día especial para celebrar ese rito anual, no le molestaba. Sabía su edad con más o menos exactitud, aunque desconocía cómo la sabía. Alguien, en algún momento muy lejano cuando él era un niño, debió decírsela y la cifra quedó grabada en su cerebro, a pesar de que no recordaba ni el momento en que se la dijeron ni que se la hubieran dicho. Pero allí estaba, un número sobre el que ir sumando, tan vacío de sentido como los demás y carente de significado para él. Cada año, el primero de enero, quitaba mentalmente el calendario viejo de un imaginario muro interior y alzaba una copa por sí mismo en un irónico brindis. Le divertía, especialmente cuando estaba borracho, imaginar su lápida y la menguada inscripción sobre la misma: un vacío, un guión y una fecha.


Benjamin Black.
Venganza.

Sin billete de vuelta.


Cuando Estelle colocó el plato de huevos frente a ella, Sylvia se sintió muy avergonzada. Después de todo, Estelle trataba de ser amable. Entonces, como para repararlo todo, dijo:

-Es que hoy me ha pasado una cosa.

Estelle se sentó frente a ella con una taza de café. Sylvia continuó:

-No sé cómo decírtelo. Es tan extraño, pero…, bueno, hoy almorcé en el Automat y tuve que compartir la mesa con tres desconocidos. Hubiera dado lo mismo que yo fuera invisible porque hablaron de cosas muy íntimas. Uno de ellos comentó que su novia iba a tener un hijo y no sabía dónde conseguir dinero para resolver el asunto. Dijo que no tenía nada que vender. Pero otro (bastante más refinado, como si no tuviera que ver con sus compañeros) dijo que sí, que podía vender algo: sueños. Hasta yo me reí, pero el hombre movió la cabeza y dijo con mucho aplomo que era totalmente cierto, que la tía de su esposa, Miss Mozart, trabajaba para un millonario que compraba sueños, simples sueños nocturnos, de cualquier persona. Anotó el nombre y la dirección, y se lo dio a su amigo, pero él lo dejó en la mesa; dijo que le parecía demasiado absurdo para creérselo.

-A mí también –intervino Estelle haciendo notar su sensatez.

-No sé –dijo Sylvia, encendiendo un cigarrillo-. No pude quitármelo de la cabeza. El nombre era A.F. Revercomb; la dirección correspondía a una casa de la calle Setenta y ocho. Sólo lo vi un instante, pero fue…, no sé, no pude olvidarlo. Empezó a darme dolor de cabeza. Salí temprano de la oficina…

Estelle dejó en la mesa su taza de café, despacio, marcando el ademán.

-Escúchame, Sylvia, ¿no me dirás que has ido a ver al loco ese, a Revercomb?

Profesor miseria.
Truman Capote.

As time goes by.


-Jefe, jefe…
-Qué…
-¿No se va a la cama?
-No, ahora no.
-¿Y no piensa hacerlo en un futuro próximo?
-No.
-¿No piensa acostarse nunca?
-¡No!
-Pues yo tampoco tengo sueño.
-Ven, anda, echa un trago.
-No. No quiero, vámonos.
-Bien, pues quédate sin echar un trago.
-Jefe, tiene que salir de aquí.
-¡No, señor! Estoy esperando a una dama.
-Vámonos, jefe. No debe meterse en líos.
-Ella va a venir. Sé que va a venir.
-Podemos coger el coche, irnos a la aventura. Emborracharnos. Ir de pesca hasta que ella se haya ido.
-¡Cállate y vete a casa! ¿quieres?
-No, señor. Yo me quedo aquí.
-Se llevan a Ugarte y aparece ella. Unos van y otros vienen ¿Sam?
-¿Sí, jefe?
-Sam, si es diciembre de 1941 aquí en Casablanca, ¿qué hora es allí, en Nueva York?
-Eh, se me parado el reloj.
-Deben de dormir en Nueva York. Deben de dormir en toda América… De todos los cafés y locales del mundo, aparece en el mío. ¿Qué estás tocando?
-Una canción que he compuesto.
-Para. Ya sabes lo que quiero escuchar.
-No lo sé.
-La tocaste para ella, tócala para mí.
-Bueno, es que no la recuerdo.
-Si ella la resistió, yo también. ¡Tócala!

Color pastel.

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Mi padre hacía fotos con la polaroid. Hacía fotos de árboles y fotos de casas. Hizo una buena colección de fotos de árboles y fotos de casas. Los árboles no estaban ni siquiera en el centro, estaban a un lado o estaban desenfocados. Las casas las ponía en el centro pero no se veía el tejado o no se veía más que una ventana. Eran cosas así las que fotografiaba. Iba en el coche y decía Ese árbol es bonito. Y luego hacía la foto con la polaroid. Esperaba a que el árbol apareciera, ponía la fecha, la miraba y luego arrancaba. Nunca paraba para hacer la foto de una casa. La casa estará mañana ahí, debía pensar. Eso pensaba. Pensaba que las casas estarían por más tiempo que los árboles. Eso era. O pensaba que el árbol al día siguiente no sería igual. Algo así. Luego dejó de hacer fotos de casas y árboles. Cuando quería fotografiar un árbol o una casa decía Poneos ahí, un poco más a la derecha o un poco más a la izquierda. Y ahí estábamos nosotros al lado de un árbol. En febrero o en junio. Luego dejó de hacer fotos. Para siempre.


Félix Romeo.
Dibujos animados.

Ginebra sin alcohol.

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(…) Barney Malone llevaba lustros bebiendo exageradamente. Una noche sin darse cuenta, con su cigarrillo prendió fuego en la trompeta. Por unos instantes, el pobre Barney interpretó Otoño en Nueva York como si soplase por un lanzallamas. Quiso cambiar sus hábitos pero no pudo. Sólo se engañó a sí mismo. El barman aceptó el juego. Barney ya era viejo y si suprimiese de repente la bebida, sólo conseguiría alargar su vida un par de náuseas.

Sus últimos días los disfrutó el viejo trompetista alardeando de su nueva vida. Y para celebrarlo, se dirigía con voz bien sonora al barman y le decía: Vamos, Chucky, muchacho, ofrécele al viejo Barney un trago de esa ginebra sin alcohol. (…)

José Luis Alvite.
Historias del Savoy.

Baby, it's just me.

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(...) Estábamos en una de nuestras últimas escapadas, a punto todos de alcanzar la treintena, cabizbajos después de ver perder a los Twins contra Chicago. Pateábamos las calles sin rumbo fijo, cavilando algún lugar lo suficientemente barato donde perpetrar la cena. No se trataba de una despedida. Al menos no lo habíamos planteado de esa manera aunque, de algún modo, los cuatro éramos conscientes de que se aproximaba el final. El final de algo. De algo importante, quiero decir. En nuestro ánimo flotaba la intención de mantenernos unidos, pero intuíamos que aquello no iba a resultar tarea sencilla. Imposible controlar el aluvión de acontecimientos que presagiábamos a la vuelta de la esquina. Costaba aceptarlo pero, por primera vez, nuestra hoja de ruta mostraba más interrogantes que etapas concretas. Nos invadía una sensación de vértigo, de estar perdiendo el control. Algo así como la angustia en el punto más alto de una montaña rusa, justo antes de caer al vacío. Quizá por ello, cualquier excusa que conseguía reunirnos se convertía en especial. Cada minuto que nos hacía abstraernos del resto del mundo era incluido en el petate para el día que tocaran retirada.
(...)

Extracto del relato Inescrutables.
Javi Tortosa.

Una patada en las tripas.

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(…) He estado leyendo a los filósofos. Son realmente tipos extraños, divertidos y alocados, jugadores. Descartes llegó y dijo: estos tipos nos han estado largando pura mierda. Dijo que las matemáticas eran el modelo de la verdad absoluta y autoevidente. El mecanismo. Luego llegó Hume, con su arranque contra la validez del conocimiento causal científico. Y luego, Kierkegaard: Introduzco el dedo en la existencia; no huele a nada. ¿Dónde estoy? Y luego llega Sartre, que afirmaba que la existencia era absurda. Adoro a estos tipos. Sacuden el mundo. ¿No les entrarían dolores de cabeza pensando así? ¿No les rugía una avalancha negra entre los dientes? Cuando agarras a estos tipos y los pones junto a los hombres que veo caminar por la calle, o comer en los cafés, o aparecer en la pantalla del televisor, la diferencia es tan grande que algo se retuerce dentro de mí, me da una patada en las tripas. 

Probablemente no me corte las uñas de los pies esta noche. No estoy loco pero tampoco estoy cuerdo. Bueno, no; puede que esté loco. De todas formas, hoy, cuando amanezca y lleguen las dos de la tarde, estaré en la primera carrera del último día de carreras en Del Mar. He apostado todos los días, en todas las carreras. Creo que ahora voy a irme a dormir, con mis uñas como cuchillas arañando las benditas sábanas. Buenas noches.

Charles Bukowski.
El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco.

De perdedores.

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(...) - Dime una cosa, Harvey ¿por qué volviste? ¿qué te hizo regresar? Habías conseguido lo más difícil. Salir de aquí, asentarte en Boston, dejar atrás este agujero. Lo tenías todo. Y, sin embargo...
- ¿Y por qué no?
- ¡Ah, demonios! Porque este es un pueblo de mierda. De perdedores. De horizontes cercanos. De mentes estrechas. De luz de gas.
- No te engañes, Allan. En realidad, todos somos perdedores. Desde el mismo instante en que se rompe la placenta. Justo ahí comienza el final. La cuenta atrás. Y mientras llega, por el camino nos vamos curtiendo a base de derrotas. A golpe de desengaño. Nadie se libra, amigo. La cuestión no es perder. Es el modo de hacerlo. Es mantener el tipo. Apretar los dientes. El martes pasado escuché una canción de un songwriter español, no recuerdo su nombre. Hablaba de que, en definitiva, la clave está en ser capaz de tener encaje y, al mismo tiempo, conservar el empaque. De perder, sí. Pero con dignidad. 
- Precioso. Pero eso no contesta mi pregunta.
- ¿Piensas que en Boston es diferente? La gente es gente. En cualquier parte. De acuerdo, tal vez cambie el decorado. Puede que el guión sea distinto. Pero el desenlace es muy parecido. Y puestos a caer, mejor hacerlo en casa. Si llueven culebras y tengo que buscar cobijo, prefiero conocer bien el terreno. Tener claro dónde piso. Incluso en la oscuridad absoluta. Creo que es importante contar con un punto de referencia. No hay nada peor que sentirse perdido. Y el mío es este. No sabría decirte el motivo. Pero lo es. De eso estoy seguro. 
- Puedes considerarte afortunado. Yo no tengo ni idea de dónde está el mío. Debe de andar muy lejos en cualquier caso.
- El mundo es bastante más pequeño de lo que parece, Allan. Si te llevas a tus demonios contigo, por mucha tierra que pongas de por medio, no conseguirás nunca estar lejos de ningún lado.
- Probablemente sea como dices. Pero para hacer bien las cosas se necesita tiempo. Y yo presiento que no me queda demasiado. Que el mío aquí ha terminado. Me largo mañana, en el primer autobús a Minneapolis. Y una vez allí, echaré a suertes hacia dónde dirigirme. A no menos de tres estados de distancia, eso lo tengo claro.
(...)
Extracto del relato "Doscientos pavos".
Javi Tortosa.

La mirada del director (once de marzo).

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La muchacha de pelo moreno y lacio corre apresuradamente hacia la ventana. Una vez allí, desde el interior del vagón, la joven, que además del pelo liso tiene los ojos verdes, se despide de un adolescente de pantalones caídos. Al otro lado del cristal, el muchacho, que lleva puesta una camisa a cuadros blancos y azules, no consigue que su chica entienda lo que intenta decirle.

Un octogenario trata de ganar el andén. El anciano, que además de sombrero luce un traje sin una sola arruga, se ayuda del bastón al bajar los escalones. Desde el fondo de la estación, un niño de pantalón corto suelta la mano de la mujer que lo acompaña y echa a correr hacia él.

En la tercera planta del edificio con fachada gris, un joven con cuatro aros en su oreja izquierda se asoma con fastidio a la ventana. El veinteañero, que además de varios pendientes lleva el pelo teñido de rojo, observa cómo un muchacho con camisa a cuadros gesticula de forma airada frente a la ventanilla del segundo vagón.

Un hombre calvo de mediana edad recibe su cambio en el kiosko de prensa. El alopécico, que además de gafas lleva unos zapatos de ante marrones, se dirige hacia el tren con el diario debajo del brazo.

Sujetando su gorra en la mano, un revisor de ojos somnolientos espera con indiferencia a que la saeta mayor señale el número seis. El ferroviario, que además de cansancio en la mirada soporta un enorme peso sobre sus hombros, se acerca para ayudar a un anciano de traje impecable. El hombre longevo, que además de sombrero lleva un bastón en su mano derecha, se esfuerza por bajar del vagón. Suena un silbido.

Una mujer de treinta y pocos mira a su hijo correr por el andén. El niño, que además de pantalón corto lleva un jersey verde oscuro, pasa junto a un muchacho con camisa a cuadros y pantalones por debajo de la cintura.

Las ruedas comienzan a girar. El empleado de ferrocarriles cuyos ojos revelan la falta de sueño entra en el vagón. A través de la puerta, todavía abierta, puede ver cómo un joven de pelo rojo cierra su ventana en la tercera planta de un edificio gris.

Con la cabeza apoyada en la ventanilla, una muchacha de ojos verdes y pelo lacio fija su mirada en los zapatos de ante que se apresuran hacia la puerta del vagón. El tren la mece suavemente. Levanta la vista. Observa fugazmente las siete y media en el reloj de la estación. Piensa en todas las cosas que ha hecho. En todas las que le quedan por hacer ...

Un poco de todo.


Las sirenas continúan golpeando la cabeza. Los tacones no abandonan sus oídos. La puerta se cierra. Manos frías. Corazón congelado. Pupilas en llamas. Un corredor eterno hasta la cocina. No hay valor. Restos del desayuno. Zumo sobre las baldosas. La nevera entreabierta. Café sin aroma. Una cartera perdida. No hay respuestas.

Connie Allen apoya la espalda y se desliza hasta el suelo. Abraza sus tobillos. Trata de respirar. Cierra los ojos. Los abre. Sigue igual. No ha habido suerte. El día gira en sentido equivocado. Todo ha pasado a ser excepcional. Nada está en su sitio. Y no puede haber algo peor. Algo más triste que echarlo todo en falta. Cualquier cosa. Y ninguna en especial.

Fotos veladas.

Johnny G. es un hombre sin memoria. La perdió exactamente el día de su vigésimo cumpleaños. A partir de ahí, sus recuerdos se pierden en lo desconocido. Incluso los más inmediatos. Ni siquiera es capaz de resolver un crucigrama, ni de cocinar un plato, ni de escribir una carta. Olvida todo lo que ha hecho dos minutos antes. Johnny G. sopla las cincuenta y ocho velas y pide un deseo. Nadie sabe cuál. En apenas unos segundos, ni siquiera él...

Basado en "El hombre que confundió a su mujer con un sombrero".
Oliver Sacks.