Camino de Málaga II.

Cuenta atrás para el maratón. Cinco días, cinco temas. Segunda entrega.

Puedes decir lo que quieras. Que es cosa de cobardes (un clásico). Que las siete de la mañana de los sábados están hechas para acostarse, no para ponerse en pie. Que no le encuentras gracia al asunto. Que tienes un amigo con las rodillas destrozadas. Que con lo bien que se ve por la tele. Sí, vale. Como gustes. Pero que sepas que, aunque no te des cuenta, tú también te pasas la vida corriendo...

Camino de Málaga I.

Cuenta atrás para el maratón. Cinco días, cinco temas. Primera entrega.

Probablemente, el único deporte que Johnny Cifuentes haya practicado en su vida sea el de cargar cervezas en el carro del supermercado. Y la visión más cercana a unos pantalones de running, sus Meyba a contraluz sobre el suelo, en una habitación desconocida. Pero hubiera sido un buen maratoniano. Ya lo creo. Él mejor que nadie sabe que lo que cuenta no es ganar, ni llegar pronto. Lo importante, lo que de verdad te hace fuerte, es resistir. Por eso un maratón es más que una carrera. Es una actitud. Una forma de entender las cosas. Es rock&roll. Rock&roll del bueno. Auténtico rock&roll.

En el lugar preciso.


L. y yo nos casamos en 1974. Nuestro hijo nació en 1977, y al año siguiente ya había terminado nuestro matrimonio. Pero todo eso importa poco ahora, salvo para localizar el escenario de un incidente que ocurrió en la primavera de 1980.

L. y yo vivíamos entonces en Brooklyn, a tres o cuatro manzanas de distancia, y nuestro hijo dividía su tiempo entre los dos apartamentos. Una mañana, yo había ido a casa de L. para recoger a Daniel y llevarlo al colegio. No me acuerdo si entré en el edificio o si Daniel bajó las escaleras solo, pero recuerdo con claridad que, cuando ya nos íbamos, L. abrió la ventana de su apartamento en el tercer piso para echarme dinero. Tampoco me acuerdo de por qué lo hizo. Quizá quería que echara una moneda en el parquímetro; quizá yo tenía que hacerle algún recado, no lo sé. Lo único que se me ha quedado grabado es la ventana abierta y  la imagen de una moneda de diez centavos volando por el aire. La veo con tal claridad que es casi como si hubiera estudiado fotografías de ese instante, como si la moneda formara parte de un sueño recurrente que yo hubiera tenido desde entonces.

Pero la moneda de diez centavos chocó contra la rama de un árbol, y se rompió la curva descendente que describía camino de mi mano. La moneda rebotó contra el árbol, aterrizó sin ruido por allí cerca y se esfumó. Me acuerdo de haberme agachado a buscarla, removiendo las hojas y las ramas al pie del árbol, pero los diez centavos no aparecieron por ninguna parte.

Puedo fechar este incidente a principios de la primavera porque sé que más tarde, el mismo día, asistí a un partido de béisbol en el Shea Stadium: el partido que inauguraba la temporada. Un amigo mío había conseguido entradas, y generosamente me había invitado a acompañarlo. Yo no había estado nunca en el primer partido de la temporada, y recuerdo bien la ocasión.

Llegamos temprano (parece que había que recoger las entradas en alguna taquilla) y, mientras mi amigo hacía la gestión, yo lo esperaba en uno de los accesos del estadio. No se veía un alma. Me refugié en un hueco para encender un cigarro (aquel día hacía mucho viento), y allí, en el suelo, a un palmo de mi pie, estaban los diez centavos. Me agaché, los cogí y me los metí en el bolsillo. Por absurdo que pueda parecer, tuve la certeza de que eran los mismos diez centavos que había perdido en Brooklyn esa mañana.

El cuaderno rojo.
Paul Auster.