Noche feliz.

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Cuando el viejo Harvey cerró la puerta, ardieron cientos de mapas. Los del cofre escondido. Los de la isla encantada. Los del árbol que hablaba. Todo perdió sentido. El viejo se largó demasiado pronto. Se fue con lo puesto. Con la maleta vacía. Dejando las ganas en el cajón de abajo. Los sueños sobre la mesilla. Jurando que no era el final. Que, en realidad, no se estaba marchando. Que tarde o temprano regresaría. No sé. No sé muy bien lo que pretendo. Lo que quiero decir con esto. Supongo que le echo de menos. Que me resisto a aceptarlo. Que no acabo de acostumbrarme. Miro alrededor. Pienso que sí. Que, en el fondo, el vaso está lleno. Que todo está en su sitio. Hank apura el trago. Golpea la copa en la barra. Baja del taburete. Se tambalea. Serpentea hasta la salida. Abre la puerta. El frío invade el local. Se diluye. Faltan un par de horas para la cena. Para la víspera de Navidad. Austin recoge botellas vacías. Alza la vista. Sonríe. Él sabe bien de qué va esto. A qué estamos jugando. Lisa sube el volumen. Suena Votolato. Estamos los tres solos. Solos en el bar. Solos en la calle. Solos en el mundo. No hace falta decir nada. Nada de nada. Cierro los ojos. Me acuerdo de vosotros. De todos vosotros. Os deseo lo mejor. Que tengáis suerte. Que sepáis que no existe. Que no confiéis en ella. Quiero que os quieran. Que tengáis feliz Nochebuena. Feliz madrugada. Feliz Navidad.

Actor de reparto.

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(...) La señora Spoon hace monerías al pequeño Harvey. Él ríe. A carcajadas. Por alguna razón que se me escapa, le cae simpática. Y a ella eso le hace feliz. A mí también. Me gusta que la gente quiera a Harvey. Lo que opinen de mí me trae sin cuidado. Pero al enano, al enano que lo aprecien. Hoy justo hace seis años que llegó. Desde entonces, en mi azotea aparezco siempre en un segundo plano. Como si pensara en mí mismo en tercera persona. Una sensación extraña, complicada de explicar. Miro alrededor. Parece imposible un tiempo en el que todo fuese distinto. En el que Harvey no estuviera con nosotros. Ya no recuerdo cómo era la casa en silencio. Sin el ritmo de sus latidos. Sin su risa en LA mayor. Sin nuestro pequeño rock&roll...

Fragmento del relato "A la de tres". ©eljavito.

Un poco peor.

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Logan Hunter actúa a conciencia. Sin prisa. Con dedicación. A cámara lenta. Sujeta firme el papel. Coloca las tijeras sobre la línea de puntos. Y recorta la pestaña. Técnica depurada. Precisión milimétrica. Nada que objetar. Good job. Logan Hunter es conserje en la pista de atletismo municipal. Su trabajo consiste en ver pasar a la gente. Hacia dentro. Y hacia afuera. Darles la bienvenida al llegar. Descontar la sesión de su bono. Y despedirlos al salir. Podría decirse que su margen de improvisación es ciertamente limitado. Casi nulo. Tendente a cero. Muchos pensarán que se trata de un trabajo deprimente. Vacío. Prescindible. Una mierda. Sin embargo, Logan no da muestras de estar amargado. Más bien al contrario. De hecho, sonríe. De forma perenne. Lo hace cuando entras. Y cuando abandonas la pista. Te mira a los ojos. Se toma un par de segundos. Y dibuja una media luna bajo sus narices ¡Suerte, muchacho! ¡Suerte, chica! Eso dice Logan Hunter. A todos. A cada uno. Sin excepción. Con sinceridad. Con el firme deseo de que se cumpla. Con la convicción de que vale la pena intentarlo. Yo también lo pienso. Creo que estas cosas son importantes. Tengo fe en los pequeños detalles. Llámenme iluso. Posiblemente estén en lo cierto. Pero no pierdo nada con ello. El día menos pensado, la tecnología llegará al estadio. Repartirán tarjetas. Dirán que son inteligentes. Colocarán una barrera. Cero sonrisas. Cero bienvenidas. Nadie reparará en nuestra estrella. Todo será distinto. Todo será peor. Un poco peor, al menos. A pesar de los informes. Del presupuesto. De la evidencia. De quien quiera que se empeñe en negarlo...

Aleluya.

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Margaret Hawkins no había llegado a la mitad de su embarazo. Apenas dieciséis semanas. Aun así, llevaba tiempo visualizando el momento. El de conocer a su hija. A Lynlee. De ver su cara. Oler su cuerpo. Acompasar sus latidos. Romper el cordón de tripas. Anudarse en acero. En su casa, en algún pueblo perdido de Texas, todo estaba preparado. Habitación. Cuna. Ropa. Su espacio. Tan solo era cuestión de esperar un poco. Unas cuantas semanas más. Sin embargo, aquella tarde, no había lugar para buenas noticias. No en la consulta del doctor Riverside. Tumor. Tetatoma sacrococcígeo. Un nombre horrible. Espantoso. Como sacado del mismísimo infierno. Lo siento. Mejor comenzar de nuevo. No hay que dar más vueltas. Eres joven. Eso le dijeron a Margaret. Pero ella sí que las dio. No paró de darlas. Vueltas. Y más vueltas. Decidió que ese instante no iba a ser el final. Ni siquiera un punto y aparte. Si acaso, uno y seguido. Una simple coma. Buscó. Preguntó. Buscó. Y alguien se la dio. Otra opción. Esperanza. La que ella necesitaba. La que las dos andaban buscando. Con apenas dieciséis semanas, sacaron a Lynlee. Le quitaron el espanto. Y la colocaron de nuevo en el interior de su madre. Ochenta y cuatro días más tarde, un llanto estalló en la sala de partos. En el hospital de un pueblo perdido de Texas. Lynlee había venido al mundo. Había nacido. Por segunda vez. Aleluya.

Pequeñas mentiras.

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El viernes no es el mejor día en el bar de Austin. No si lo que buscas es tranquilidad. Saborear el trago. Lamer tus heridas. A media tarde, el viejo Lampard abona el salario semanal en su fábrica y los muchachos acuden en masa. Cambian dólares por cerveza. Cerveza por disfraces. Disfraces por más cerveza. Son buenos chicos. Cabezas huecas, pero almas nobles. No suelen causar problemas. Su visión de futuro alcanza apenas hasta la próxima ronda. Hasta la botella más cercana. Y, probablemente, sea mejor así. Ronald Parks se acerca. Me saluda. Pide una copa. Saca un sobre lleno de billetes y paga mi cuenta. Ronald tiene diecinueve. Recién cumplidos. Su padre y yo fumábamos a escondidas. Y cambiábamos postales de beisbol en el recreo. Levanto el vaso. Brindo con él. Por nosotros. Por estos momentos irreales. Por estas pequeñas mentiras...

Uffff, dice él.

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Captan las imágenes más profundas del universo temprano. Dicho así, de buenas a primeras, podría parecer algo pretencioso por mi parte. Pero me estoy limitando a leer un titular. Uno diferente. Uno que no diga algo que ya conozco. El resto de la noticia se la pueden imaginar. Galaxias lejanas, gas de formación estelar, longitudes de onda milimétricas, imagen de campo profundo, tasa de formación de estrellas. Está muy bien esto. Lo del espacio exterior y tal. Es un poco como los buffets de los hoteles. Está todo ahí, tan bien colocado, tan bonito. Es imposible resistirse. Tienes la sensación de que, si no lo haces, estás dejando escapar una oportunidad. Total, está pagado. Pues con lo otro, igual. Con el tema de las estrellas, digo. Creer o no creer supone el mismo esfuerzo. Así que crees. Porque lo de comprender algo ya lo dejamos para otra ocasión. A mí, me sucede como al protagonista de una película que vi hace tiempo. En una escena, estaba tumbado sobre la hierba, junto a su chica. Junto a quien él pretendía que fuera su chica, más bien. Los dos mirando al cielo, silencio. Ufffff, dice él. Qué pasa, dice ella. ¿Te has fijado? dice él. En qué, dice ella. El Universo... es la hostia el Universo...

Click.

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Greta Zimmer es incapaz de contener las lágrimas. Como tantos otros. Como toda la ciudad este día. Los muchachos vuelven a casa. Los que pueden hacerlo. Los que han dado esquinazo a las malvas. A una bandera plegada. A su nombre en mármol blanco. Lo peor ha pasado. Los malos han perdido. Entre el clamor del gentío, George camina incrédulo. George Mendonsa. Marinero de reemplazo. Un chico de pueblo. Un tipo con suerte. Apenas seis meses antes, George no imaginaba algo parecido. Estar allí. Respirando. Vivo. Así que duda si todo aquello está sucediendo. Si realmente es él. Si no se trata de alguna broma pesada. Si se encuentra en la superficie o a dos metros bajo tierra. Piensa en pedir un buen pellizco. En que alguien le apriete fuerte. Hasta hacerle sentir dolor. Hasta certificar su presencia. Se dirige hacia Bobby Trucker, hermano de litera. Y entonces, entre miles de rostros, su mirada repara en ella. No lo piensa dos veces. Ni sabe muy bien qué diablos está haciendo. Se acerca. La agarra por el talle. Le planta un beso en los labios. Apenas diez segundos. Los suficientes para darse cuenta. De que está. De que es. La multitud le empuja hacia delante. Greta se pierde. Se diluye. Entre la música. Entre los gritos. Lo peor ha pasado. Los malos han perdido. Los buenos también.

Figuras de humo.


(...) Todo el mundo parece ausente. Beben. Fuman. Consumen sustancias. Algunos van vestidos. Otros muestran sus cueros. La inhibición es un cuento olvidado. Velvet, Doors, Cream, Sonic Youth. Miradas apuntando al techo. Ojos fuera de servicio. Esqueletos oscilantes. Como juncos de río. A punto de quebrarse. Figuras de humo. Un arca repleta de especies en vías de extinción. Dean sirve dos copas. Me guía hasta una habitación contigua. Aquí el ritmo es otro. Mucho más pausado. Como a cámara lenta. O eso me parece a mí. Unas diez personas. Sentadas en el suelo. Desde un sillón, un tipo de unos ochenta habla cadenciosamente. El resto escucha. Con gesto estúpido. Dean y yo nos hacemos hueco en primera línea. (...)

 Extracto del relato "Mardou".
Javi Tortosa.

Y gracias.

Chris Meehan llegó al hipódromo a media mañana. Con tiempo más que suficiente. Confiado. Convencido de que aquel podía ser el día. Su bendito día de suerte. La tarde anterior, había estado charlando con Silver Tree. En su cuadra. Comentando cada detalle. Saldremos conservadores. Qué te parece el número siete. En la primera curva subiremos el ritmo. La hierba está un poco alta. En la recta final hay que echar el resto. Cuidado con Black Moonlight. Todo bajo control. Llegó el momento. Vamos, Silver.  Demuestra de lo que eres capaz. Sonó un disparo. Se abrió el cajón. Un estruendo. Números cuatro y siete tomaron delantera. El resto, a menos de medio cuerpo. Un agujero. Una pata. Al suelo. Los dos. Al caer, Silver, golpeó la nariz de Meehan. La rompió por cuatro partes. Sangre. Emergencia. Ambulancia. El conductor calculó mal las distancias. No reparó en el jockey. Le fracturó la pierna. Tibia y peroné hechos papilla. Al segundo intento consiguieron trasladarle al hospital. Esta vez sin más percances. Al día siguiente, Chris Meehan contaba su historia a la reportera del Canal Ocho.

- No se corte, ríase tranquila, yo también lo haría si pudiera. ¿Puedo llamarla cuando pase todo esto?

Una mañana en el zoo.

El pasado sábado, F salió de su casa con determinación. Las ideas claras. Decidido. Se acabó. Fin de la historia. De la suya. A tomar viento. La noche anterior, estuvo barajando diferentes opciones. Ninguna le convencía. No del todo. Pasaban las horas. El día amenazaba despuntar. Pero él no lo tenía claro. Siempre quedaba la vía clásica. La tradicional. Bañera, azotea, calibre del nueve, una soga apañada, un cóctel explosivo. Entonces lo vio cristalino. Tuvo una revelación. Era perfecto. Brillante. Evocador. Se fue a la cama. Descansó un par de horas y, a eso de las nueve, puso el pie en la acera. Desayunó en el bar de siempre. Escribió una despedida. Guardó la nota. Salió a la calle. Descendió hasta el metro. Tomó la línea cuatro. Quince minutos. El tren se detuvo. Bajó del vagón. Salió del subterráneo. Anduvo unos metros. Alcanzó las taquillas. Compró su entrada. Accedió al recinto. Cruzó el estanque. Vio a los koalas. A los osos. A las cacatúas. A los guepardos. A M y a L. Detuvo sus pasos. Se quitó la ropa. Saltó un par de muros. Y se colocó frente a ellos. Los dos le miraban incrédulos. Desganados. Indiferentes. No muy dispuestos. Pero F estaba lanzado. No pensaba dudar. Ni darse por vencido. Provocó. Insultó. Desafió. Y claro, al final, sucedió. Una cosa es ser pacífico y otra distinta que te tomen por tonto. A fin de cuentas, un león es siempre un león. Aquí y en Lima. Y en Santiago de Chile. Comenzó el baile. El baile de graduación. El último baile de F. La orquesta sonaba radiante. Afinada. En perfecta armonía. Hasta que, de repente, bang, bang. Se acabó. Fin de la fiesta. Llegó la ambulancia. Cargaron a F. Se lo llevaron. Los anfitriones quedaron tendidos. Inertes. Perplejos. Acabados. Con un par de balas de regalo.

-Esto no tiene sentido -dijo M.
-Desde hace ya tiempo -dijo L.

Bajo sospecha.

Hace 3.400 millones de años, unos meteoritos provocaron megatsunamis en Marte que destrozaron totalmente sus costas. No lo digo yo, lo dice un grupo de científicos. De científicos de Arizona. Tela. Es lo que tiene. Ser científico de Arizona, me refiero. Te da credibilidad. Aunque suenes a guion de Marvel. Aunque exijas un acto de fe. Vale, lo que ellos digan. Pero, si ustedes quieren un consejo, desconfíen. Sean precavidos. Oídos sordos. Cara de póker. Y no bajen la guardia. No será fácil, es cierto. Ellos no piensan parar. Seguirán en su empeño. Tratarán de convencerles. Que la cerveza engorda. Que el Hombre llegó a la Luna. Que Elvis está muerto...

En buenas manos.

Leo en la prensa noticias recauchutadas. De días atrás. De hace siglos. De la próxima semana. En una esquina, la fecha. Números. Mera anécdota. Garabatos. Tinta china. O puede que no. Ayer se marchó un buen hombre. Un tipo querido. Un gran tipo. Y lo hizo en su línea. Sin aspavientos. Con clase. Repartiendo sonrisas. Recuerdos. Grandes. Enormes. La estación, abarrotada. Con el cartel de completo. No cabía un alfiler. Para despedirlo. Para desearle suerte. Augurarle un buen viaje. Lo merecía. Sin duda. Enhorabuena. Gran trabajo. Ahora toca descansar. Ceder el testigo. Sujetar la red. Por lo demás, tranquilo. El chico sabe dónde pisa. Y queda en buenas manos. Cuidaremos de él. Entre todos, lo acabaremos de criar.

Magia con precisión.

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Estaba resultando una noche dura de digerir. La cama empequeñecía por momentos, hasta hacerme sentir como un extraño. Tampoco yo comenzaba a tenerle mucho apego, así que decidí poner tierra de por medio. Buscando algo de aire fresco, abrí la ventana del salón. Comencé a inspeccionar la calle. Le vi. Sentado en un banco, enfocado por una farola. Bajé a su encuentro.

Tenía muy buen aspecto, como el de treinta años atrás. Los pómulos marcando la cara de niño tímido, flequillo rizado ocultando su frente. Camisa azul, corbata blanca, sin chaqueta. Vaqueros gastados doblados por el bajo. Y unas John Smith tan viejas como insustituibles. Las manos, escondidas entre las rodillas. Miraba al frente. Sonreía. Parecía tranquilo y feliz. Sus ojos siguieron mi llegada, como si la hubieran estado esperando. Me senté junto a él. Permanecimos en silencio durante un buen rato. Fui yo quien lo rompió.

- Te veo bien, muy bien.
- Sí, lo peor ya ha pasado.
- ¿Y eso?
- La vida. Nunca sabes por dónde te va a sorprender.
- Si pudiéramos pedir dos rondas…
- Acabaríamos cometiendo los mismos errores. En otro momento, con otras personas, de forma distinta. Pero seguiríamos metiendo la pata hasta el fondo.
- ¿Te arrepientes de algo?
- No lo sé. No me he parado a pensar en eso. En cualquier caso ¿sirve de algo arrepentirse?
- Seguramente de nada. Pero hacemos tantas cosas inútiles…
- Es posible. Aunque, quizá, todo tenga su razón.
- ¿Qué quieres decir?
- Una vez, en un concierto, se rompieron dos cuerdas de la guitarra. Toqué "Sentado al borde de ti" sólo con cuatro. Nadie se dio cuenta, ni el resto del grupo. Eso me hizo pensar.
- ¿En qué?
- Pues eso. Si somos como esa guitarra, si con cuatro cuerdas vale ¿para qué tocar las seis? Nadie lo va a notar.
- Pero tú sí conocías la verdad. Sabías que había truco.
- Exacto. Esa es la clave. Al final de todo, estás solo contigo mismo. Si no has sido auténtico, te quedas esperando nada.
- Complicado.
- Magia con precisión, chico. Magia con precisión.


El ruido de una motocicleta en el semáforo, justo delante de nosotros, rompía el silencio que inundaba las calles. Dos adolescentes nos miraban. Se reían. Algo tendría que ver que yo me encontrara en ropa interior y descalzo, sentado en un banco a las cuatro de la mañana.

- Tienen el mundo en sus manos. Y lo peor es que lo saben. Y no se conforman.
- ¿Sigues acordándote de aquella noche en el pantano?
- A veces. Pero ha habido otras muchas noches. Con más estrellas.
- Y con ella.
- Eso es. Y con ella.
- ¿Sabes qué me gustaría? Que hubiésemos sido nosotros esos dos chicos. Que nos fuésemos en expedición.
- Es tarde para eso. No nos queda ya tiempo, apenas una décima de segundo.
- ¿Volveremos a vernos?
- Siempre que quieras. Pero, otra vez, ponte al menos una camiseta.
- Lo tendré en cuenta.


Cerró los ojos. Inclinó su cabeza hacia atrás. Y dibujó la sonrisa más triste que yo hubiera visto.

- He de irme. Marga me espera.

Apenas se había alejado unos pasos, le grité.

- ¿Es ella? Antonio, ¿es ella?

Se giró hacia mí.

- La chica de ayer ¿es Marga?

Sonreía. Las manos en los bolsillos.

- Marga es… es el sitio de mi recreo.

Se marchó. Y me dejó allí. Sentado. Esperando que la suerte me encontrara despierto. Me quedé solo. Escuchando los relojes en la oscuridad.





Zapatos de gamuza azul.

Aquí lo tienen. Al viernes, me refiero. No me digan que les sorprende. Llevan cinco días esperándolo. Anunciándolo. Añorándolo. Por aire. Por mar. Por tierra. Por lo civil. Por lo penal. Por lo criminal. No se me vayan a echar atrás ahora. Justo ahora. Precisamente ahora. Descuiden, marchen tranquilos, si alguien llama, yo tomaré el recado. Muévanse. Pónganse los zapatos de gamuza azul. Y recuerden, la vida da muchas vueltas, pero las vueltas también dan mucha vida. Buen día.