Uno de los nuestros

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Esta época del año es extraña en Albert Lea. No sabes bien con qué tiempo vas a toparte. No aciertas el tipo de ropa. Pasas calor. Pasas frío. El otoño va ganando terreno y, sin darte cuenta, dejas de oír el rumor de las cigarras. Austin suele asar castañas y las ofrece junto con un licor que destila en la trastienda. Dice que eso ayuda a digerir el sabor amargo del final del verano. A prepararte para lo que se avecina. A endurecer la piel. Aunque, ahora mismo, eso es lo de menos. El otoño, quiero decir. Y las castañas. Y el licor de Austin. Y todo en general. Cualquier cosa es lo de menos. Ayer nos acostamos en estado de shock. Con los ojos como platos. Con la inocencia perdida en algún recodo del camino. Ayer se nos fue Vincent. Vincent Anthony. De repente. Sin señales ni preaviso. Sin posibilidad de dar la vuelta. Y nos dejó a todos con cara de póker. Contando ovejas. Con la sensación de no tener ni idea de lo que estaba sucediendo. Vincent era un gran tipo. De los que siempre llegan en buen momento. De los que te ilusiona encontrarlos. De los que te alegran el día. Aunque no digan nada. Aunque no hagan más que respirar. Salió del pueblo hará unos cuantos años. Unas cosas le llevaron a otras y terminó echando raíces en Holly Town. Cada cuatro de julio regresaba. Aparecía por sorpresa. Con su cámara colgada al cuello. Nos abrazaba. Se emocionaba. Se reía. Se mezclaba entre nosotros. Como si no acabase de llegar. Como si nunca se hubiera ido. Al cabo de unas horas, sin hacer ruido, tal como había llegado, volvía a desaparecer. Hasta el próximo año. Pero esta vez no. Esta vez, no regresará. No enviará sus fotos. O sí. Porque hay tipos que no se marchan nunca, que conservan su espacio, que no hay manera de olvidarles. Y Vincent encaja en esto que les digo. Vincent siempre tendrá su sitio. Siempre levantará su copa. Siempre será uno de los nuestros…

Trazos en falso. La banda sonora (X).

Vivimos tiempos convulsos. Tiempos de proclamas, de consignas, de voces estridentes. Tiempos extraños, tiempos superlativos, tiempos muertos. Tiempos en los que cada segundo parece que vaya a ocurrir algo. Algo tremendo, algo inesperado, algo irreversible. Vivimos en un estado de expectación constante, de inminente salto al vacío, de parálisis permanente. Los noticieros nos abruman, nos mantienen en guardia, nos ofrecen sobredosis. Nos nublan la vista, nos impiden ver el bosque. Pero lo hay. Bosque, me refiero. Y árboles también. En medio de toda esta nube de polvo, continúa habiendo gente. Gente que vive, gente que ríe, gente que sufre, gente que duerme, gente que muere. Esta semana se fue Mr. Petty. Podría hablarles de él, de su música, de su talento, de lo que supone que haya tipos así sobre un escenario. Podría hablarles de pioneros, de temerarios, de locos maravillosos. Pero para eso ya está Eric. Eric Becher. Para eso tiene su propio relato. Para eso confía en Harvey. Para que siga su estela. Para que sea el próximo Honky Tonk Man. Así que no le pisaré su historia. Voy a hacer algo mejor, voy a ofrecerles su pentagrama. Confíen en mí por un momento, busquen sitio en el arcén, detengan un minuto su marcha. Pónganse cómodos. Imaginen que, esta vez, sé de qué estoy hablando.

Con todos ustedes, “Walls (Circus)”, by Tom Petty. (Buen viaje, maestro. Rockers will never die).


Trazos en falso. La banda sonora (IX).

Existen lugares que llegan a cobrar vida. Vida propia, quiero decir. Que lloran, que ríen, que respiran. Cada uno de nosotros tiene el suyo. Y cada cual sabrá sus razones. Algún suceso, largos periodos, evocaciones varias. O ninguna explicación. Explicación a simple vista, claro. Porque estoy seguro de que sí que la hay. Siempre. No me pidan más detalles, simplemente lo sé. Una ciudad, una calle, una playa, un árbol, una habitación, un coche, un bar, un pedazo de tierra, una roca. El de Harvey Townshend es un porche. El porche de su casa. De la casa que ahora es suya y antes albergó a su familia. En ese preciso lugar, justo en ese punto, Harvey percibe que todo cobra sentido. Siente que forma parte de algo, que para que él se encuentre ahí, escuchando la radio, mirando las hierbas secas, agitando el hielo en el vaso, han tenido que suceder infinidad de historias. Bueno, siendo sinceros, él no llega a esta conclusión. Pero sí que lo intuye de esa manera. Y estoy convencido de que Rose también lo hacía. Por eso apreciaba cada segundo de su existencia. Rose era la abuela de Harvey. En el relato, él piensa en ella sentado en su lugar especial. La añora, la admira, le gustaría verse reflejado en su imagen. Piensa que es un buen rastro a seguir. De fondo, un songwriter intenta convencer a una tal Mary para que renuncie a todo lo que no tiene. Se ofrece como su última oportunidad, su redención, su carretera. Harvey escucha el tema y le invaden los recuerdos. Visualiza a Rose, comparten algunos momentos, se despide de ella una vez más, la ve perderse calle abajo…

Con todos ustedes, Thunder Road, by Bruce Springsteen.

Trazos en falso. La banda sonora (VIII).

Estos días, no dejo darle vueltas a cosas que olvidé hacer, y en todas las oportunidades que tuve para ello. No lo digo yo, lo dice la letra del tema que nos ocupa. Pero, amigos, que levante la mano quien no se reconozca. El autor anda algo perdido, confuso entre brumas de un pasado que cambiaría, y un futuro que no se ve con fuerzas de controlar; preocupado por que su vida acabe convirtiéndose en una canción ya escrita por él mismo. Es una imagen recurrente, pero podríamos decir que se encuentra en una encrucijada, en una especie de cruce de caminos. Ha de tomar una dirección y no acaba de tenerlo claro. Le puede más el temor a equivocarse que el impulso a descubrir nuevos paisajes. En el relato de título “Mardou”, también tiene lugar un cruce. Un cruce de caminos, quiero decir. El de Harvey, de ida, campo a través, a tumba abierta. Y el de la propia Mardou, de vuelta, a cobijo, a decorados amigos. Ellos no lo saben, pero ambos tienen mucho en común. Los dos buscan un escudo, un paraguas. Necesitan protegerse. De las balas, de la lluvia, de ellos mismos. Más que respuestas, buscan evitar hacerse preguntas. Ante eso, él huye hacia adelante; ella se resguarda tras las cortinas.

Con todos ustedes "These days", by Jackson Browne.

Trazos en falso. La banda sonora (VII).

El maestro Lapido asoma la cabeza de nuevo, esta vez, en solitario. Y lo hace con un tema que pone a prueba el grado de porosidad del corazón. Si al escucharlo no se humedecen sus pupilas, están ustedes cerca de convertirse en una estatua de mármol. Bueno, es posible que esté exagerando un poco, pero por ahí anda la cosa. En el libro, "El mundo a cámara lenta" nació, creció y maduró al cobijo de estas estrofas y acordes. Sam Perkins cuenta por enésima vez una historia. Su historia. Austin la conoce, la conoce perfectamente. Y le ayuda a recitarla. Porque eso es lo que hace Sam. No habla, no relata. Recita. A base de repetir los mismos hechos, ha llegado a perfeccionarlos, a pulirlos, a concederles un desarrollo esférico. A moldearlos a su imagen y semejanza. Y a nadie se le ocurre cuestionar ni tan siquiera una coma. Al contrario. En realidad, todo el mundo desea que aquello sea cierto. Que haya ocurrido tal y como sale de los sesos de Samuel Jonathan Perkins. Porque ese relato se ha convertido en su relato. En el del pueblo entero. A fin de cuentas, en más de una ocasión, quién no ha escondido el despertador bajo la almohada. Quién no ha luchado por permanecer en el limbo. Quién no ha optado por apretar los ojos. Quién no ha preferido seguir soñando.

Con todos ustedes "El carrusel abandonado", by José Ignacio Lapido.
 

Trazos en falso. La banda sonora (VI).

Sé que no me lo han preguntado pero, si lo hicieran, les diría que encuentro una gran similitud entre la forma en la que vemos la realidad, nuestra realidad, y el rodaje de una película. Agarramos la cámara y consideramos, sin ningún motivo, que somos los protagonistas del cotarro. Vemos al resto como meros figurantes, secundarios en el mejor de los casos. Nuestro argumento nos parece el centro de la trama, el eje sobre el que gira la jodida providencia. Pero, en realidad, si nos paramos a pensar, todo eso suena bastante ridículo. No somos más que una mota de polvo, un grano de arena en el centro del desierto, una historia entre seis mil millones. Mientras se escriben estas líneas, mientras se están leyendo, mientras pensamos que el mundo se detiene alrededor nuestro, en este mismo instante, se entremezclan infinitos universos. Gente que nace, gente que muere, gente que agoniza, gente que hace el amor, gente que mata, gente que duerme, gente que abre los ojos, gente que sufre, gente que hace sufrir, gente, gente que enloquece, gente. Yo creo que hay dos formas de enfocar todo esto. La más tentadora, la que nos pide el cuerpo, es pensar que nada es importante, que todo es relativo, intrascendente. La otra, la que yo prefiero, propone lo contrario. Cada pequeña porción de realidad, cada segundo, es irrepetible. Y deberíamos concederle la atención que se merece. Hay un recopilatorio de Raymond Carver, Short Cuts, llevado al cine por Robert Altman, y que en español responde al título de Vidas cruzadas, que intenta reflejar un poco todo esto. El relato del libro es mi pequeño homenaje a ambos. A ellos y a todos esos minúsculos pedazos de vida. Como dice la canción: las montañas, la niebla, las noticias de las seis, la muerte de mi primer perro, las galletas, los guisantes, el puré de patatas, la forma en la que ríes, el modo en el que sufres.

Con todos ustedes, “A Little Bit of Everything” by Dawes.

Trazos en falso. La banda sonora (V).

Hay pocas cosas con menos gracia que el paso del tiempo. Convidado de piedra unas veces. Perfecto desconocido otras. Un auténtico hijo de puta, la mayor parte de ellas. Nuestra idea del mismo se transforma a medida que lo vamos acumulando, conforme aumenta la certeza de que acabaremos echándolo de menos. Con los sueños sucede algo parecido. Con el paso de los años, dejan de ser infinitos. Van perdiendo altura. Y ganando profundidad. Se vuelven duros como una roca. La respuesta abandona el viento y se esconde medio metro bajo tierra. En Cuento de Navidad, un joven Harvey Townshend mira por quinta vez Uno de los nuestros en la pantalla del Paradiso y sueña con el guion que incluya su nombre en los títulos de crédito. Dos calles más abajo, Austin lo hace con ser capaz de servir el café con más aroma del condado. Gerry Baker llegó al pueblo una tarde de lluvia torrencial, persiguiendo un sueño con sonido a cascabeles. Comenzar de cero. Estrenar cada mañana sin temor a ver la arena escurrirse entre sus dedos. Dejar de avanzar a través de zanjas de estiércol. Pero, en Albert Lea, los sueños de Gerry Baker son un cero a la izquierda. No importan un comino. Gerry haría bien en no despreciar ningún consejo. Debería coger a su familia y salir cortando. Eso debería hacer Gerry. Antes de que sea demasiado tarde.

Con todos ustedes, Mr. Tambourine Man, by Bob Dylan.

Trazos en falso. La banda sonora (IV).

La felicidad es un filtro en la retina. Una dosis de calma. Una almohada amable. Es eso que buscamos, que perseguimos, que intentamos atrapar. Que nos venden, que nos prometen, que nos muestran los trileros. Hay pocas canciones como esta de los Cero capaces de dibujar más crudamente la desesperanza, el sentimiento de remar en galeras bajo un cielo de cartón piedra, de padecer insomnio crónico. Sentado en mi silla, con una sonrisa estúpida, mis delirios cristalizan y se hacen suspiros. En el relato, Larry Scott mira al espejo y no ve más que a un pobre desgraciado. Un rostro en blanco y negro. Un saco repleto de rabia contenida, de cenizas empapadas. No consigue recordar el momento en el que comenzó a torcer el gesto, a enterrar ambiciones, a echar tierra sobre su propia sombra. Larry tritura un día tras otro, sigue con la vista el rastro de humo que dejan los reactores, y se conforma con sobrevivir a su existencia. Hasta que, una mañana, a la hora del almuerzo, Larry ve pasar un becerro bañado en oro, un vagón con su interior forrado con hierba. Sube en marcha de forma inconsciente, casi compulsiva, sin reparar en que debía pasar por taquilla. Y de repente, todo cambia. El aire desprende aroma de menta mientras una fina lluvia refresca las aceras. De la noche a la mañana, el maldito pueblo se convierte en un paisaje de figuras de azúcar. Lilian y los niños le sonríen, lo adoran, su sola presencia les mantiene admirados. Y entonces Larry piensa que sí, que por fin lo ha logrado, que después cruzar el desierto, puede decirlo en voz alta: es jodidamente feliz. Pero un día, un buen día, un día cualquiera, las alcantarillas deciden entrar en el juego, comienzan a escupir veneno. El cielo se cubre, las nubes dejan de ser formas entrañables. No se admiten sugerencias. Ni alegaciones. Desenfundan. Giran el cargador. Ajustan el punto de mira. ¡Bang!

Con todos ustedes “Nubes con forma de pistola”, by 091.

Trazos en falso. La banda sonora (III)

El título del segundo relato sintetiza de forma perfecta lo que le sigue a continuación. "Inescrutables". Los caminos. Los sucesos. Los acontecimientos. Harvey Townshend piensa que hay bastante de incontrolable en todo esto. En lo de vivir y tal. Dice que cada día, cada minuto, suceden cosas a las que nadie es capaz de encontrar explicación. Acojona ¿no? Estamos aquí y, de repente, ¡chas! Doc Spoon habla de la teoría del botón rojo. Larry Scott ni siquiera amaga con tenerla en cuenta. Ethan Parks encuentra consuelo en las revistas científicas de la barbería. Muletas. Vendas. Perros lázaro. En "Mejor Imposible", Melvin Udall camina obsesionado con no pisar la línea que une las baldosas. Nosotros le observamos y nos parece cómico, pero a él no le hace ninguna gracia. Necesita sentirse a salvo, tenerlo todo bajo control. Y lo consigue. O eso piensa. Qué carajo. En el fondo, sabe que aquello no es más que un estúpido truco. Si el piano que cae del piso veinte se empeña en buscarle, tan sólo es cuestión de tiempo. Lo cierto es que, a lo largo del viaje, nos topamos con miles de cruces, millones de rutas alternativas. Miles de millones. Hasta llegar a la esquina más perdida de los mapas. Hay que tomar decisiones. Unas meditadas. Muchas emotivas. La mayoría, inconscientes. Los tres cerebros lo llaman algunos. Y cada vez que pintamos un aspa, cada vez que tachamos una de las opciones, dejamos de lado el resto. Paisajes más verdes, o más áridos, más amables, o más inhóspitos, mejores, o peores. Diferentes. Dice la canción: Siempre voy al bar del aeropuerto cuando quiero ponerme triste. Y siempre pido, y nunca tienen, aquellas galletas de la suerte. Eso mismo piensa Larry Scott, que no existe. La suerte.

Con todos ustedes “La vida te lleva por caminos raros”, by Diego Vasallo.

Trazos en falso. La banda sonora (II).

"A la de tres" es el primer relato del libro. Y, aunque en una versión más reducida, también fue la entrada que inauguró este blog. La que prendió la mecha, la que propició el triple salto mortal. Y no crean, no resultó algo rápido y sencillo. Estuve dándole vueltas durante un buen tiempo. No acababa de verlo claro. Unas veces el diseño, otras el contenido, otras yo que sé. Excusas. Torpes tretas de pésimo jugador. Como tantas veces, la sensación de perder el control provoca que surjan las dudas. Los psiquiatras hablan de procrastinación. De la tendencia que tenemos a posponer tareas. Especialmente las que nos producen ansiedad, tensión, esfuerzo, desasosiego. Encontramos alivio al considerar que ha surgido alguna cuestión que requiere de solución inmediata. Desviamos nuestra atención hacia ella y olvidamos cuál era nuestro propósito inicial. Bueno, olvidamos… ya me entienden. Lo cierto es que no sirve de nada. Por mucho que nos engañemos, siempre acabamos tropezando con nuestros números rojos. Lo mejor es afrontarlo cuanto antes. Como cuando miramos el agua de la piscina subidos a un trampolín. Una, dos y… De ahí el título del relato. Era necesario. Tenía que hacerlo. En caso contrario, iba a terminar con mis sesos convertidos en un jodido queso de gruyere. Por aquel entonces, año dos mil nueve, andaba yo preparando la que iba a ser mi primera maratón, Nueva York. Quemando suelas, devorando kilómetros de forma compulsiva, llenado largas tiradas con listas de reproducción. Una de aquellas listas incluía el A.M. de Wilco. Enorme disco. Dice Miguel Angel Casas que es el mejor álbum de country alternativo que se ha publicado nunca. Yo no voy a contradecirle. En primer lugar, porque el tipo tiene buen criterio en cuestiones musicales. En segundo, porque no tengo argumentos para afirmar lo contrario. Y en tercero, me remito a los puntos uno y dos. El caso es que, entre aquel puñado de grandes canciones, había una que me llamó la atención sobre el resto. Un medio tiempo en el que un par de frases se van repitiendo de forma recurrente: No deberías tener miedo, no deberías avergonzarte. Qué quieren, parecía que Jeff Tweedy me lo estuviera diciendo directamente a mí. Lo tuve claro. Había encontrado las notas del primer relato del blog. 

Con todos ustedes, “Shouldn’t be ashamed”, by Wilco.

Trazos en falso. La banda sonora (I).

Este tema no precede a ninguno de los relatos, aparece hacia el final del libro, en medio de una conversación entre Mardou y Harvey, justo después de que ella le triturara la autoestima sin ninguna consideración. Es un tema épico, imposible no emocionarse con la melodía. La letra es algo críptica, aunque se deduce que habla de drogas, de comenzar de nuevo, de luchar por salir del agujero. Pero ese no el motivo por el que me decidí a incluirlo. Más que por la canción en sí, lo hice por el tipo que la canta. Elliot Murphy. Lo descubrí hace relativamente poco, unos cuatro años, a pesar de que es un clásico, un clásico maldito, por otra parte. Contemporáneo y compañero de viaje en los inicios de Springsteen y Billy Joel, tenía, según hablan las crónicas, un talento desbordante, se encontraba en el lugar preciso y el momento en cuestión no podía ser más oportuno. Pero, por alguna circunstancia, el tornado del éxito no pasó por sus dominios. Se alejó irremediablemente sin apenas llegar a rozarle. Así que, después de varias decepciones, cansado y abatido, decidió abandonar, colgar la guitarra, cambiar de registro. Comenzó a trabajar en un lugar "convencional", un despacho de abogados, un bufete especializado en asuntos de la industria discográfica. Cierto día, un cliente se acercó:

- Oye, chico, llevo todo este tiempo mirando tu cara… y me resultas conocido.
- No creo, señor, probablemente me confunda con alguien.
- Pamplinas. Tú eres… ¿tú eres Elliot Murphy?
- ¿Me conoce?
- Ya lo creo ¿puede saberse qué demonios estás haciendo aquí?
- Bueno, son tiempos difíciles, señor. Trato de abrirme camino. Ya sabe, hay que comer, pagar facturas, esas cosas…
- ¿Esas cosas? Vete al infierno… Si desperdicias tu talento detrás de esta montaña de expedientes, merecerás lo que te pase de aquí en adelante. Lárgate, chico, quítate ese estúpido traje, ve corriendo a buscar tu guitarra. Y no se te ocurra volver a abandonarla.

Elliot hizo caso y siguió el consejo de aquel tipo, regresó al camino de la música. Sin embargo, optó por abandonar la ruta americana. Cruzó el charco hasta Europa y se estableció en París. Consiguió labrarse una carrera de prestigio alejado del gran público. Durante los últimos treinta años, ha compaginado música, literatura, periodismo, cine. Nunca ha llegado a tocar en estadios, ni conocido el alivio de poder vivir de rentas. A sus sesenta y siete otoños, continúa rasgando en pequeñas salas, manteniendo el pulso a base de acordes, apostando el resto a la próxima actuación. No es un number one, ni un mainstream, ni un líder. Pero es feliz. Porque, a golpe de calendario, se ha dado cuenta de que no importa cuánta gente mire desde abajo, lo verdaderamente meritorio es estar allí arriba, sobre el escenario. Continuar erguido. Tener actitud. Ser un resistente. En el relato del libro, Harvey Townshend está a punto de iniciar un viaje cruzando el país. Después de eso, tiene pensado comenzar una nueva etapa, una que pretende sea la definitiva. No sabe lo que le espera, pero ha apostado por ello. Y piensa luchar por conseguirlo. Como Elliot hizo en su momento. Como todavía lo sigue haciendo. Día tras día, noche tras noche, muesca tras muesca.

Con todos ustedes, “Caught short in the long run” by Elliot Murphy.

Sinopsis

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Albert Lea, Minnesota. El verano golpea de lleno. Los días se dilatan. El asfalto cobra vida. Las noches pierden fuelle. Otro curso languidece. Nada es nuevo. La casa de los Townshend aguarda la llegada de tío Fred. En balde. Un percance inesperado propicia el cambio de planes. Nuevo rumbo estival, la costa este. Y hasta que llega el momento, las imágenes se agolpan en el retrovisor.

Harvey Townshend se siente en un punto intermedio. En mitad del camino. Sin señales indicadoras. A la entrada de una curva. Cerrada. Con escasa visibilidad. Peralte cambiado. Y final incierto. Necesita hacerse a un lado. Recuperar escenas. Atar cabos. Cobrar constancia. La suya es una historia reversible. Logró salir del pueblo, conoció alternativas, tuvo en su mano cortar amarras. Pero escogió el camino de vuelta. Al cajón de salida. A casa. Como él mismo dice, a su jodido lugar en el mundo.

En cierto modo, todos hemos nacido en Albert Lea. En algún pueblo remoto. En unas coordenadas imposibles de ubicar. Todos nos hemos enfrentado a situaciones sin estar preparados. A hechos inexplicables. A encrucijadas. Todos hemos sentido miedo. Todos hemos huido. Todos hemos tomado algún atajo. Todos nos hemos perdido.

Trazos en falso es un parte de sucesos. Una roca hecha pedazos. Un puñado de historias. Independientes. Conectadas. Minúsculas. Extraordinarias. Corrientes. Especiales. Antiguas. Actuales. Definitivas. Inconclusas. Historias de gente normal. Que vive en un pueblo normal. Que tiene sueños normales. Que se comporta de forma normal. O no.


Sinopsis del libro "Trazos en falso"
Javier Tortosa

Resistentes.

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Dicen que pocas cosas sobrecogen más que ver amanecer desde un hospital. Y probablemente sea cierto. A través del cristal doble, la ciudad se muestra lejana. Irreal. Inalcanzable. Las farolas bostezan con bruma. Los bares reparten raciones de vida. Los semáforos escupen en morse. Gente. Los ves ahí, sin darse cuenta. Sin percibir el momento. Y te apetece gritarles. ¡Hey! ¿Estáis locos? ¿Queréis problemas reales? ¡Aquí tenemos de eso! ¡Sonreíd! Sonreíd, maldita sea. Sonreíd. En esta misma planta, hace poco más de un año, pintaron bastos. Llegamos con un frasco de miel. Y lo cambiaron por un brebaje amargo. Fin. Adiós. Eso creímos al hacer la maleta. Al salir por la puerta. Pero tú no. Tú no andabas en esas. Tú tenías otros planes. Miro a través del cristal doble. El sol se despereza. Duermes. Voy a decirte una cosa. Creo que debes saberlo. En esta habitación no encontrarás triunfadores. Ni cabezas bien amuebladas. Estás rodeado de tarados. De duros de mollera. De testarudos. De nadadores río arriba. Sí, tienes razón. A ti, precisamente a ti. A ti, qué diablos voy yo a contarte.

The day he was born.

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El otoño de mil novecientos treinta y ocho fue especialmente frío en Albert Lea. En realidad, lo fue en todo el estado de Minnesota. Ni los más viejos recordaban una nevada de ese calibre. No al menos a principios de octubre. Nadie la esperaba. Llegó a pie cambiado y los encontró vacíos de provisiones, rebosantes de confianza. El pueblo quedó totalmente aislado durante una semana. El agua de las tuberías, congelada. Sin electricidad. Ni comunicaciones. La cosecha, perdida. El ganado, convertido en bloques de hielo. La fábrica de Lampard, con escarcha en los engranajes. Para echarse a temblar. Y no de frío precisamente.
 
En semejantes circunstancias, hay cosas que, puestos a elegir, conviene aplazar temporalmente. Hasta nuevo aviso, hasta que la cosa pinte menos negra. Pero en la granja de los Cochran se habían propuesto rizar el rizo. O alisarlo, ve tú a saber. Apenas dos minutos después de que la nieve alcanzara el metro de altura, Alice rompía aguas. Aquello comenzaba a prometer. Ni en la peor de las pesadillas. Pero no había otra. Así que Frank se puso manos a la obra. Mintió a su mujer acerca de experiencias previas y se encomendó a todo aquel que quisiera escucharle.
 
Hubo suerte, el pequeño Edward Raymon llegó al mundo sin demasiadas complicaciones. Concediendo las máximas facilidades. Como sabiendo que él también debía poner algo de su parte. Ya más tranquilos, los nuevos padres lo miraban sonrientes. Con emoción. Y alivio. Con sencillez campesina. Sin ser conscientes de que estaban asistiendo a un acontecimiento. De que acababa de comenzar algo más que la vida de su pequeño. De que había cambiado la Historia. De que había nacido el rock&roll...

A medio metro.

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Yo tenía poco más de dieciocho. Él debía rondar los quince por aquel entonces. Recién pintado. Neumáticos recauchutados. Doble capa de tapicería. Radiocassette de tercera fila. Y la imagen de San Judas en la palanca de cambio. Una máquina perfecta. De cero a cien en apenas dos minutos. El cacharro de mamá Hanna. Mi cacharro. Un billete hacia la libertad. Hacia territorios prohibidos. Tu madre lo tiene afeminado, espabílalo un poco. Eso dijo el viejo Harvey depositando las llaves en la palma de mi mano. Y lo cierto era que, a pesar de sus años, aquel coche tenía mucho que aprender. Apenas treinta mil millas. El asfalto de nuestro garaje a la escuela. La tierra del camino hacia casa de la abuela Rose. Y poco más. Hicimos buenas migas. Empatizamos desde el minuto uno. Cada cual sabía hasta dónde podíamos llegar. Qué exigirnos. Qué ofrecer a cambio. Así que nos compenetramos. Nos vinimos bien. Formamos un buen equipo. Pero, como en todas las historias, sin que llegáramos a ser conscientes de ello, llegó el final. Cada uno por su lado. Gracias por todo. Mucha suerte. Y nunca más se supo. Hasta hace unos días. Ocho de la mañana, sesos somnolientos, el ánimo todavía en cama, la humedad colándose a través del cuero de los zapatos. Esperando una señal que permitiera cruzar la calle. Y, como si de un fantasma se tratase, efectuó su aparición. Justo delante de mí. A medio metro del bordillo de la acera. Deteniendo la marcha ante el rojo del semáforo. Tenía buen aspecto. Sin mucho desgaste aparente. Con las piezas en perfecto estado. Y cierto toque de elegancia, ese que sólo los años pueden concederte. Sí, el tiempo tenía motivos para estar satisfecho. En lugar de condenarlo a viejo, lo había convertido en todo un clásico. Un pequeño dandy. Un cacharro inmortal. Allí estábamos los dos de nuevo. Frente a frente. Me reconoció al instante. Enfocó sus faros. Yo no supe qué decir. Lo lógico es que aquel hubiese sido un momento bonito. Feliz. Emotivo. Pero algo no marchaba correctamente. Yo era incapaz de sostener su mirada. Comencé a sentirme estúpido. Desagradecido. Culpable. Él se percató enseguida y trató de transmitirme alivio. De repente... sé que no van a creerme... de repente... les juro que sucedió tal y como voy a contarles... de repente la matrícula comenzó a arquearse hacia arriba, muy despacio, muy lento. Hasta dibujar una sonrisa. Al mismo tiempo, el limpiaparabrisas fue despegando su goma. A modo de saludo. Como si lanzara una señal. Cambia esa cara, chico, no hay problema, todo va bien. Algo así intentaba decirme. Y en ese preciso instante me vino a la mente. Y sé que también acudió a la suya. Fueron ellos ¿verdad? Los melenudos newyorkinos. Fueron ellos quienes sonaron la primera vez. Antes que nadie. Primero que todos. Una fría mañana de enero de mil novecientos ochenta y nueve. A eso de las ocho. Con los sesos somnolientos. El ánimo todavía en cama. La humedad colándose a través del cuero de los zapatos. Fueron ellos ¿verdad? Rock&... rock&roll radio, Let´s go!!!