The day he was born.

Pulsa antes de comenzar a leer.

El otoño de mil novecientos treinta y ocho fue especialmente frío en Albert Lea. En realidad, lo fue en todo el estado de Minnesota. Ni los más viejos recordaban una nevada de ese calibre. No al menos a principios de octubre. Nadie la esperaba. Llegó a pie cambiado y los encontró vacíos de provisiones, rebosantes de confianza. El pueblo quedó totalmente aislado durante una semana. El agua de las tuberías, congelada. Sin electricidad. Ni comunicaciones. La cosecha, perdida. El ganado, convertido en bloques de hielo. La fábrica de Lampard, con escarcha en los engranajes. Para echarse a temblar. Y no de frío precisamente.
 
En semejantes circunstancias, hay cosas que, puestos a elegir, conviene aplazar temporalmente. Hasta nuevo aviso, hasta que la cosa pinte menos negra. Pero en la granja de los Cochran se habían propuesto rizar el rizo. O alisarlo, ve tú a saber. Apenas dos minutos después de que la nieve alcanzara el metro de altura, Alice rompía aguas. Aquello comenzaba a prometer. Ni en la peor de las pesadillas. Pero no había otra. Así que Frank se puso manos a la obra. Mintió a su mujer acerca de experiencias previas y se encomendó a todo aquel que quisiera escucharle.
 
Hubo suerte, el pequeño Edward Raymon llegó al mundo sin demasiadas complicaciones. Concediendo las máximas facilidades. Como sabiendo que él también debía poner algo de su parte. Ya más tranquilos, los nuevos padres lo miraban sonrientes. Con emoción. Y alivio. Con sencillez campesina. Sin ser conscientes de que estaban asistiendo a un acontecimiento. De que acababa de comenzar algo más que la vida de su pequeño. De que había cambiado la Historia. De que había nacido el rock&roll...

A medio metro.

Pulsa antes de comenzar a leer.

Yo tenía poco más de dieciocho. Él debía rondar los quince por aquel entonces. Recién pintado. Neumáticos recauchutados. Doble capa de tapicería. Radiocassette de tercera fila. Y la imagen de San Judas en la palanca de cambio. Una máquina perfecta. De cero a cien en apenas dos minutos. El cacharro de mamá Hanna. Mi cacharro. Un billete hacia la libertad. Hacia territorios prohibidos. Tu madre lo tiene afeminado, espabílalo un poco. Eso dijo el viejo Harvey depositando las llaves en la palma de mi mano. Y lo cierto era que, a pesar de sus años, aquel coche tenía mucho que aprender. Apenas treinta mil millas. El asfalto de nuestro garaje a la escuela. La tierra del camino hacia casa de la abuela Rose. Y poco más. Hicimos buenas migas. Empatizamos desde el minuto uno. Cada cual sabía hasta dónde podíamos llegar. Qué exigirnos. Qué ofrecer a cambio. Así que nos compenetramos. Nos vinimos bien. Formamos un buen equipo. Pero, como en todas las historias, sin que llegáramos a ser conscientes de ello, llegó el final. Cada uno por su lado. Gracias por todo. Mucha suerte. Y nunca más se supo. Hasta hace unos días. Ocho de la mañana, sesos somnolientos, el ánimo todavía en cama, la humedad colándose a través del cuero de los zapatos. Esperando una señal que permitiera cruzar la calle. Y, como si de un fantasma se tratase, efectuó su aparición. Justo delante de mí. A medio metro del bordillo de la acera. Deteniendo la marcha ante el rojo del semáforo. Tenía buen aspecto. Sin mucho desgaste aparente. Con las piezas en perfecto estado. Y cierto toque de elegancia, ese que sólo los años pueden concederte. Sí, el tiempo tenía motivos para estar satisfecho. En lugar de condenarlo a viejo, lo había convertido en todo un clásico. Un pequeño dandy. Un cacharro inmortal. Allí estábamos los dos de nuevo. Frente a frente. Me reconoció al instante. Enfocó sus faros. Yo no supe qué decir. Lo lógico es que aquel hubiese sido un momento bonito. Feliz. Emotivo. Pero algo no marchaba correctamente. Yo era incapaz de sostener su mirada. Comencé a sentirme estúpido. Desagradecido. Culpable. Él se percató enseguida y trató de transmitirme alivio. De repente... sé que no van a creerme... de repente... les juro que sucedió tal y como voy a contarles... de repente la matrícula comenzó a arquearse hacia arriba, muy despacio, muy lento. Hasta dibujar una sonrisa. Al mismo tiempo, el limpiaparabrisas fue despegando su goma. A modo de saludo. Como si lanzara una señal. Cambia esa cara, chico, no hay problema, todo va bien. Algo así intentaba decirme. Y en ese preciso instante me vino a la mente. Y sé que también acudió a la suya. Fueron ellos ¿verdad? Los melenudos newyorkinos. Fueron ellos quienes sonaron la primera vez. Antes que nadie. Primero que todos. Una fría mañana de enero de mil novecientos ochenta y nueve. A eso de las ocho. Con los sesos somnolientos. El ánimo todavía en cama. La humedad colándose a través del cuero de los zapatos. Fueron ellos ¿verdad? Rock&... rock&roll radio, Let´s go!!!