Pulsa antes de comenzar a leer.
Yo tenía poco más de
dieciocho. Él debía rondar los quince por aquel entonces. Recién pintado.
Neumáticos recauchutados. Doble capa de tapicería. Radiocassette de tercera
fila. Y la imagen de San Judas en la palanca de cambio. Una máquina perfecta.
De cero a cien en apenas dos minutos. El cacharro de mamá Hanna. Mi cacharro.
Un billete hacia la libertad. Hacia territorios prohibidos. Tu madre lo tiene
afeminado, espabílalo un poco. Eso dijo el viejo Harvey depositando las llaves
en la palma de mi mano. Y lo cierto era que, a pesar de sus años, aquel coche
tenía mucho que aprender. Apenas treinta mil millas. El asfalto de nuestro
garaje a la escuela. La tierra del camino hacia casa de la abuela Rose. Y poco
más. Hicimos buenas migas. Empatizamos desde el minuto uno. Cada cual sabía
hasta dónde podíamos llegar. Qué exigirnos. Qué ofrecer a cambio. Así que nos
compenetramos. Nos vinimos bien. Formamos un buen equipo. Pero, como en todas
las historias, sin que llegáramos a ser conscientes de ello, llegó el final.
Cada uno por su lado. Gracias por todo. Mucha suerte. Y nunca más se supo.
Hasta hace unos días. Ocho de la mañana, sesos somnolientos, el ánimo todavía
en cama, la humedad colándose a través del cuero de los zapatos. Esperando una
señal que permitiera cruzar la calle. Y, como si de un fantasma se tratase,
efectuó su aparición. Justo delante de mí. A medio metro del bordillo de la
acera. Deteniendo la marcha ante el rojo del semáforo. Tenía buen aspecto. Sin
mucho desgaste aparente. Con las piezas en perfecto estado. Y cierto toque de
elegancia, ese que sólo los años pueden concederte. Sí, el tiempo tenía motivos
para estar satisfecho. En lugar de condenarlo a viejo, lo había convertido en
todo un clásico. Un pequeño dandy. Un cacharro inmortal. Allí estábamos los dos
de nuevo. Frente a frente. Me reconoció al instante. Enfocó sus faros. Yo no
supe qué decir. Lo lógico es que aquel hubiese sido un momento bonito. Feliz.
Emotivo. Pero algo no marchaba correctamente. Yo era incapaz de sostener su mirada.
Comencé a sentirme estúpido. Desagradecido. Culpable. Él se percató enseguida y
trató de transmitirme alivio. De repente... sé que no van a creerme... de
repente... les juro que sucedió tal y como voy a contarles... de repente la
matrícula comenzó a arquearse hacia arriba, muy despacio, muy lento. Hasta
dibujar una sonrisa. Al mismo tiempo, el limpiaparabrisas fue despegando su
goma. A modo de saludo. Como si lanzara una señal. Cambia esa cara, chico, no
hay problema, todo va bien. Algo así intentaba decirme. Y en ese preciso
instante me vino a la mente. Y sé que también acudió a la suya. Fueron ellos
¿verdad? Los melenudos newyorkinos. Fueron ellos quienes sonaron la primera
vez. Antes que nadie. Primero que todos. Una fría mañana de enero de mil novecientos
ochenta y nueve. A eso de las ocho. Con los sesos somnolientos. El ánimo
todavía en cama. La humedad colándose a través del cuero de los zapatos. Fueron ellos ¿verdad?
Rock&... rock&roll radio, Let´s go!!!