Trazos en falso. La banda sonora (VI).

Sé que no me lo han preguntado pero, si lo hicieran, les diría que encuentro una gran similitud entre la forma en la que vemos la realidad, nuestra realidad, y el rodaje de una película. Agarramos la cámara y consideramos, sin ningún motivo, que somos los protagonistas del cotarro. Vemos al resto como meros figurantes, secundarios en el mejor de los casos. Nuestro argumento nos parece el centro de la trama, el eje sobre el que gira la jodida providencia. Pero, en realidad, si nos paramos a pensar, todo eso suena bastante ridículo. No somos más que una mota de polvo, un grano de arena en el centro del desierto, una historia entre seis mil millones. Mientras se escriben estas líneas, mientras se están leyendo, mientras pensamos que el mundo se detiene alrededor nuestro, en este mismo instante, se entremezclan infinitos universos. Gente que nace, gente que muere, gente que agoniza, gente que hace el amor, gente que mata, gente que duerme, gente que abre los ojos, gente que sufre, gente que hace sufrir, gente, gente que enloquece, gente. Yo creo que hay dos formas de enfocar todo esto. La más tentadora, la que nos pide el cuerpo, es pensar que nada es importante, que todo es relativo, intrascendente. La otra, la que yo prefiero, propone lo contrario. Cada pequeña porción de realidad, cada segundo, es irrepetible. Y deberíamos concederle la atención que se merece. Hay un recopilatorio de Raymond Carver, Short Cuts, llevado al cine por Robert Altman, y que en español responde al título de Vidas cruzadas, que intenta reflejar un poco todo esto. El relato del libro es mi pequeño homenaje a ambos. A ellos y a todos esos minúsculos pedazos de vida. Como dice la canción: las montañas, la niebla, las noticias de las seis, la muerte de mi primer perro, las galletas, los guisantes, el puré de patatas, la forma en la que ríes, el modo en el que sufres.

Con todos ustedes, “A Little Bit of Everything” by Dawes.

Trazos en falso. La banda sonora (V).

Hay pocas cosas con menos gracia que el paso del tiempo. Convidado de piedra unas veces. Perfecto desconocido otras. Un auténtico hijo de puta, la mayor parte de ellas. Nuestra idea del mismo se transforma a medida que lo vamos acumulando, conforme aumenta la certeza de que acabaremos echándolo de menos. Con los sueños sucede algo parecido. Con el paso de los años, dejan de ser infinitos. Van perdiendo altura. Y ganando profundidad. Se vuelven duros como una roca. La respuesta abandona el viento y se esconde medio metro bajo tierra. En Cuento de Navidad, un joven Harvey Townshend mira por quinta vez Uno de los nuestros en la pantalla del Paradiso y sueña con el guion que incluya su nombre en los títulos de crédito. Dos calles más abajo, Austin lo hace con ser capaz de servir el café con más aroma del condado. Gerry Baker llegó al pueblo una tarde de lluvia torrencial, persiguiendo un sueño con sonido a cascabeles. Comenzar de cero. Estrenar cada mañana sin temor a ver la arena escurrirse entre sus dedos. Dejar de avanzar a través de zanjas de estiércol. Pero, en Albert Lea, los sueños de Gerry Baker son un cero a la izquierda. No importan un comino. Gerry haría bien en no despreciar ningún consejo. Debería coger a su familia y salir cortando. Eso debería hacer Gerry. Antes de que sea demasiado tarde.

Con todos ustedes, Mr. Tambourine Man, by Bob Dylan.

Trazos en falso. La banda sonora (IV).

La felicidad es un filtro en la retina. Una dosis de calma. Una almohada amable. Es eso que buscamos, que perseguimos, que intentamos atrapar. Que nos venden, que nos prometen, que nos muestran los trileros. Hay pocas canciones como esta de los Cero capaces de dibujar más crudamente la desesperanza, el sentimiento de remar en galeras bajo un cielo de cartón piedra, de padecer insomnio crónico. Sentado en mi silla, con una sonrisa estúpida, mis delirios cristalizan y se hacen suspiros. En el relato, Larry Scott mira al espejo y no ve más que a un pobre desgraciado. Un rostro en blanco y negro. Un saco repleto de rabia contenida, de cenizas empapadas. No consigue recordar el momento en el que comenzó a torcer el gesto, a enterrar ambiciones, a echar tierra sobre su propia sombra. Larry tritura un día tras otro, sigue con la vista el rastro de humo que dejan los reactores, y se conforma con sobrevivir a su existencia. Hasta que, una mañana, a la hora del almuerzo, Larry ve pasar un becerro bañado en oro, un vagón con su interior forrado con hierba. Sube en marcha de forma inconsciente, casi compulsiva, sin reparar en que debía pasar por taquilla. Y de repente, todo cambia. El aire desprende aroma de menta mientras una fina lluvia refresca las aceras. De la noche a la mañana, el maldito pueblo se convierte en un paisaje de figuras de azúcar. Lilian y los niños le sonríen, lo adoran, su sola presencia les mantiene admirados. Y entonces Larry piensa que sí, que por fin lo ha logrado, que después cruzar el desierto, puede decirlo en voz alta: es jodidamente feliz. Pero un día, un buen día, un día cualquiera, las alcantarillas deciden entrar en el juego, comienzan a escupir veneno. El cielo se cubre, las nubes dejan de ser formas entrañables. No se admiten sugerencias. Ni alegaciones. Desenfundan. Giran el cargador. Ajustan el punto de mira. ¡Bang!

Con todos ustedes “Nubes con forma de pistola”, by 091.