Hace
algún tiempo de la historia de Gerry Baker. Del lío de la cafetera y
los abetos de plástico. De la mañana de Nochebuena que tocó fondo vestido de
Santa Claus, vendiendo porquerías para la hiena de Abraham Wilson. Ese día en
el que Austin le salvó el pellejo de manera casi literal. Treinta años. Treinta
inviernos. ¿Seguirá consumiéndose junto a aquella arpía? ¿Y sus pequeños
demonios? Deberían lucir ya patas de gallo. Y probablemente sean unos
auténticos pedazos de carne. O tal vez ingenieros. O incluso escritores. Quién
sabe. Pero me importan un bledo sus hijos. Dónde andará Gerry. Peinando canas,
por descontado. Eso, suponiendo que le quede algo de pelo. Estará rondando los
setenta. En el caso de que todavía colee, claro. Treinta años dan para mucho.
Para vivir. Pero también para morir. Le he recordado al escuchar un tema de
los Secret Boys en la radio. Entre guitarras distorsionadas, hablaban de una
chica que creció al borde de la autopista. De que comenzó perdiendo y nunca
contó con fuerzas o agallas para remontar. Se dejó llevar hacia donde más
fuerte soplara el viento. Nada extraordinario por otra parte. Historias que se
repiten en todos los rincones a cada golpe de reloj. Me pregunto qué le
sucedería a Gerry. Cuál sería la suya. Su historia, quiero decir. Qué le
llevaría a nuestro pueblo. Qué maldita sucesión de acontecimientos le depositaron
en la puerta del bar de Austin aquella noche de tormenta. Me gustaría toparme
con él de nuevo. ¿Qué pasó, Gerry? ¿Anduviste a contrapié desde el comienzo? ¿No
supiste elegir en algún cruce? ¿En qué momento tu dieta se limitó a comer barro
día tras día?
Treinta
años. Pasa el tiempo, maldita sea. Pasa para todos. Se han largado unos cuantos
desde entonces. Han llegado otros nuevos. Y, mientras tanto, el planeta ha encogido
como una camisa de saldo. Somos capaces de darle la vuelta sin despegar el
trasero. Sin movernos del sillón. Continuamos girando, pero no está claro en
qué sentido queremos hacerlo. La gente se desquicia buscando atajos, cruzando
charcos, obviando el trayecto, el paisaje. Cualquier cosa vale con tal de ahorrarse
un maldito minuto, de saltarse el turno en la carnicería, de llegar a ningún
lado en el menor tiempo posible. Para acabar calcinados frente al televisor.
Vuelvo
a Gerry. Al momento en que le despedí a las afueras del pueblo. Salía rebotado
de un sitio por enésima vez, tenía todas las papeletas para estar ajustando su
soga y, sin embargo, parecía un niño a punto de abrir los regalos de Navidad.
Dispuesto a intentarlo de nuevo. Las veces que hiciera falta. A buscar su
oportunidad en cada rincón del mapa, debajo de cualquier piedra. Llegan días de
aglomeraciones, días de reencuentros, de habitaciones repletas y mesas
indigestas. Días de multitudes y de ausencias. También días de buenos
propósitos. Pensemos en el nuestro. Hagamos como Baker, no lamentemos nuestras
cartas en el reparto. Sigamos intentándolo. De eso se trata a fin de cuentas
¿no?