Leslie
Tyler se asoma a la ventana. Gira la cabeza hacia atrás. Echa una ojeada a la
habitación. Y vuelve a enfocar sus pupilas en la parte de afuera. Apoyada en la
cornisa, Leslie puede ver la calle, la casa de los Abbot, los niños jugando en
el jardín de Martha Singer, un muchacho repartiendo la edición matutina. Si
alza la vista, es capaz de distinguir el movimiento de las nubes, de
seguir el vuelo de algunos gorriones. Si lo desea, puede incluso no mirar nada.
Perder su vista en cualquier punto y dejarse llevar. Leslie Tyler dispone de
numerosas opciones. Infinitas alternativas. Demasiadas, quizás. Y Leslie tiene
algo de miedo.
Leslie
Tyler siente que todo es nuevo. Que, desde hacía mucho, el aire no la
acariciaba de esa manera. Unos días atrás, desde la misma ventana, Leslie no
veía más que un lienzo. Una única escena. Hojas y ramas. Las del árbol situado
justo delante de la casa. Las de la copa del árbol que ella misma plantó algún
día. Al conocer a Connor. O cuando nació Matthew. O después de celebrar algún
fin de año. No recuerda muy bien cuándo. Pero tiene claro que fue ella quien lo
hizo. O, al menos, quiere creerlo.
Leslie
Tyler apura su té mientras viaja atrás en el tiempo. Unos cuantos días, una
mañana como otras tantas, una mañana cualquiera. En ese recuerdo, Leslie sale de
casa camino al trabajo. Apenas se aleja un par de metros de la puerta, oye
sonar el teléfono. Leslie entra a toda prisa, pero no consigue llegar a tiempo.
Nadie al otro lado. Algún vendedor estúpido, piensa Leslie. En ese mismo
recuerdo, Leslie sale de nuevo a la calle. La señora Sanders pasea con su
perro. Un pequeño y ridículo perro. Siempre de malas pulgas. Al pasar junto a
ella, esa bola de pelo vomita un ladrido. Un ladrido agudo y estridente. Leslie
se sobresalta, sus llaves caen al suelo. Todavía en ese recuerdo, Leslie se
agacha y las recoge. Al levantarse, alza la vista. Lo hace de forma
inconsciente. Sin haberlo pensado. Sin ninguna intención. Y entonces lo ve.
Como una roca flotando en el aire. La inmensa copa delante de su ventana. Las
hojas y ramas del árbol frente a la casa. Su lienzo. Leslie observa durante unos minutos. Permanece
inmóvil. La señora Sanders se interesa por ella. Le pregunta si ocurre algo. Y
Leslie no sabe qué responder.
Leslie
Tyler regresa de nuevo al presente, deposita la taza sobre el suelo, y se pregunta
qué diablos está sucediendo. Quizás nunca debió podar el árbol. Tal vez hubiese
sido mejor no tocar su lienzo. Leslie creía tenerlo todo bajo control. Y ahora
ya no sabe nada a ciencia cierta. Conservar las vistas. Dejar de nuevo crecer las
ramas. O poner la casa en venta. En el jardín de los Abbot,
Buddy Miller suena en la radio local. A lomos de su guitarra, Buddy cuenta cómo
llegó a Memphis. Leslie cierra los ojos. Sonríe. Se siente extraña. Está confusa
y feliz. Y en el fondo, agradecida. No intuye lo que ocurrirá a partir de
ahora. Leslie no ha trazado ningún plan. No conoce las respuestas. No tiene ni
la más remota idea. Pero no le importa. Leslie no se arrepiente de nada. Sabe
que, pase lo que pase, habrá merecido la pena. Leslie siente que, aunque vengan
malos tiempos, nadie le robará este momento.