Un hombre sin manos llamó
a mi puerta para venderme una fotografía de mi casa. Si exceptuamos los ganchos
cromados, era un hombre de aspecto corriente y tendría unos cincuenta años.
-¿Cómo perdió las manos?
– le pregunté cuando me dijo lo que quería.
-Esa es otra historia
–respondió -.¿Quiere la foto o no?
-Pase –le dije- acabo de
hacer café.
También había hecho un
poco de jalea, pero eso no se lo dije
-Tendría que ir al aseo
–dijo el hombre sin manos.
Yo quería ver cómo
sostenía la taza de café con aquellos ganchos. Sabía cómo utilizaba la cámara,
una vieja Polaroid grande y negra. La llevaba pegada al pecho, atada con unas
correas de cuero que le ceñían los hombros y le rodeaban la espalda. Se situaba
en la acera, enfrente de tu casa, la encuadraba en el visor, apretaba el botón
con uno de los ganchos, y al cabo de un par de minutos salía la fotografía de
la casa. Le había estado observando desde la ventana.
-¿Dónde ha dicho que
estaba el aseo?
-Por ahí, a la derecha.
Para entonces, doblándose
y encorvándose, se había desembarazado de las correas. Dejó la cámara en el
sofá y se arregló la chaqueta
-Puede echarle una ojeada
a esto mientras estoy en el aseo.
Cogí la fotografía que me
tendía. Un pequeño rectángulo de césped, el camino de entrada, el cobertizo de
los coches, las escaleras de la entrada, la ventana del mirador y la ventana de
la cocina. ¿Por qué habría yo de querer una fotografía de aquel desastre?
Visor.
Raymond Carver.