Aleluya.

Pulsa antes de comenzar a leer.

Margaret Hawkins no había llegado a la mitad de su embarazo. Apenas dieciséis semanas. Aun así, llevaba tiempo visualizando el momento. El de conocer a su hija. A Lynlee. De ver su cara. Oler su cuerpo. Acompasar sus latidos. Romper el cordón de tripas. Anudarse en acero. En su casa, en algún pueblo perdido de Texas, todo estaba preparado. Habitación. Cuna. Ropa. Su espacio. Tan solo era cuestión de esperar un poco. Unas cuantas semanas más. Sin embargo, aquella tarde, no había lugar para buenas noticias. No en la consulta del doctor Riverside. Tumor. Tetatoma sacrococcígeo. Un nombre horrible. Espantoso. Como sacado del mismísimo infierno. Lo siento. Mejor comenzar de nuevo. No hay que dar más vueltas. Eres joven. Eso le dijeron a Margaret. Pero ella sí que las dio. No paró de darlas. Vueltas. Y más vueltas. Decidió que ese instante no iba a ser el final. Ni siquiera un punto y aparte. Si acaso, uno y seguido. Una simple coma. Buscó. Preguntó. Buscó. Y alguien se la dio. Otra opción. Esperanza. La que ella necesitaba. La que las dos andaban buscando. Con apenas dieciséis semanas, sacaron a Lynlee. Le quitaron el espanto. Y la colocaron de nuevo en el interior de su madre. Ochenta y cuatro días más tarde, un llanto estalló en la sala de partos. En el hospital de un pueblo perdido de Texas. Lynlee había venido al mundo. Había nacido. Por segunda vez. Aleluya.