Poesía

Antonio vino al mundo a finales del siglo XIX. A un mundo en el que, para la mayor parte de la gente, aquello que no contribuyera estrictamente a su supervivencia carecía de significado. En el que todos a su alrededor deambulaban con el único propósito de alcanzar el jergón al final de cada jornada. Como tantos otros, Antonio nunca fue a la escuela. Apenas sabía leer y escribir. No conocía a los grandes escritores, ni clásicos, ni contemporáneos. Nadie le había explicado la naturaleza inmortal de las obras de arte, ni el sentido que conferían a la existencia las diferentes escuelas filosóficas. Trabajaba de sol a sol, no tenía apenas tiempo de reparar en nada y, a pesar de ello, sentía que se estaba perdiendo algo, que la vida tenía que ir más allá de aquella sucesión de horas procesadas en serie.

En un momento dado, Antonio entabló amistad con Mauro, el encargado de la fábrica donde trabajaba. Las conversaciones que mantenían en los trayectos de vuelta a casa se convirtieron en el mejor momento del día para ambos. Mauro, maestro durante un largo periodo de su vida, contaba con una gran cantidad de libros y se ofreció a ir prestándoselos poco a poco. Con ellos, Antonio aprendió realmente a leer. Y también con ellos, sintió la necesidad de comenzar a escribir, a dejar constancia de su forma de ver las cosas, de sentir el mundo. Sin normas, sin reglas, sin directrices, fue acumulando textos en papeles, cartones, agendas desechadas... Un día, ya jubilado, se los mostró a Mauro y este le animó a recoger sus preferidos en una especie de antología. Antonio consultó con una editorial, pero ni siquiera pudo plantearse llegar a cubrir ese coste. Su amigo le consiguió una máquina de escribir prestada y él se encomendó a la tarea de mecanografiar los escritos por su cuenta. Ya había abandonado la idea de la publicación cuando, una mañana, en el buzón de su casa, encontró un sobre con una pequeña cantidad de dinero y una nota: “para que esta amistad se mantenga viva, incluso después de habernos marchado”. Con aquel dinero, Antonio encuadernó los textos y les dio forma de libro. Un libro humilde, sin título, sin que su autor apareciese en la portada. Un libro donde estaba recogida toda su vida. Sesenta años después, ese libro descansa en el lugar que se merece. Entre Carver y Federico, compartiendo espacio con Bukowski, Cortázar, García Montero, Eduardo Mendoza o Antón Chéjov.

Antonio era mi bisabuelo. Antonio era poeta.






Acero y almíbar.

Pincha antes de comenzar a leer

Yo me encontraba en Minneapolis, en plena clase, enfrascado en un divertido debate con varios de los alumnos. El viejo tema de Carver, su editor y todo ese rollo. Le estaban regalando estopa de la buena. Resulta curioso ver la arrogancia que la juventud se gasta con los adultos. La realidad se presenta extremadamente simple a ciertas edades. Estás con los buenos o estás con los malos, conmigo o contra mí, fuera o dentro, a la derecha o a la izquierda. Me pregunto en qué momento comenzamos a cubrirnos con el manto de la relatividad. A utilizar palabras como depende, quizás, no exactamente. Supongo que a la misma altura en la que el tiempo inicia su maldita fuga hacia ninguna parte. Pero decía que estaba en mitad de una clase cuando el señor Highflyn abrió la puerta y me entregó el aviso. Mi teléfono, como de costumbre, descansaba en silencio, así que Margaret tuvo que regresar al siglo veinte y llamar a la secretaría del centro para establecer contacto. Se trataba de Gavin. Había decidido que era el momento. No cabían más contemplaciones, estaba dispuesto a no esperar ni un segundo más. Dejé a los alumnos despellejando al bueno de Raymond, recogí mis cosas y salí disparado. 

No deja de tener gracia lo preocupados que andamos intentando controlarlo todo, planificar hasta el último detalle, como si realmente tuviéramos algún poder de decisión sobre el devenir de los acontecimientos. De qué demonios sirve tratar de anticiparse a nada si no tenemos ni idea de lo que nos espera al dar el siguiente paso. Inescrutables. Reflexionaba sobre esto durante el trayecto de vuelta hacia Albert Lea, al tiempo que maldecía mi ocurrencia de aceptar impartir aquel curso y rezaba para no encontrarme con algún accidente, una tormenta imprevista o cualquier ciervo despistado decidido a explorar la otra orilla de la autopista. Gavin se había estado demorando de forma considerable y, a la hora de la verdad, decidió que prefería llegar antes de tiempo. En ese momento todavía no éramos conscientes pero, con la perspectiva de los meses, me doy cuenta de que aquello era una clara señal de cómo nos las iba a gastar en el futuro.

A estas alturas, imagino que la mayoría de ustedes conoce la historia del pequeño Gavin. De su tortuoso camino, de las emboscadas, lobos hambrientos y campos de minas que tuvo que sortear hasta llegar a la casa. Fácil no es una palabra que se pueda encontrar en su diccionario. Tampoco pretendo decir que esto sea nada único y excepcional, tengo claro que a cada minuto acontecen historias similares. No se trata de ser el maldito ombligo del mundo, pero sí de evidenciar que Gavin necesitó hacerse valer antes incluso de haber nacido. Su capacidad para encajar los golpes se puso a prueba previamente a la de llevar oxígeno hasta los pulmones. Llegó curtido de serie. Digo esto porque creo que es parte importante de que Gavin sea como es, de su actitud ante lo que se va encontrando en el camino. El enano vino con la lección bien aprendida, tuvo claro desde el primer momento que debía luchar a muerte por cada palmo de terreno. Por las buenas. O por las malas.

Voy camino de Minneapolis, realizando el trayecto inverso al de aquella tarde. Ahora mismo, estoy parado en la carretera, esperando a que la policía comunique si la tormenta de nieve permitirá seguir avanzando. La misma jodida incertidumbre de la que hablábamos. El caso es que me han venido a la mente unos cuantos recuerdos y no he podido evitar la sonrisa. Ya lo he dicho en alguna ocasión, Gavin es un resistente, un cabezota, un pequeño tipo duro. He perdido la cuenta de las veces que se ha topado con el suelo, de los golpes que lleva, de los cardenales que adornan su frente de forma casi perenne. Nada de eso le detiene. Después de cada tropiezo, apenas gasta unos segundos en lamerse las heridas. Está hecho de una pasta especial, sin duda. Supongo que eso es bueno, que le vendrá bien cuando tenga que bregar y no haya nadie para sacarle las castañas. Sin embargo, lo que más le envidio es otra cosa. Debajo de su armadura, de ese empaque excepcional, de ese genio imponente, hierve un océano de entusiasmo. Disfrutar de cada segundo, tener claro que todo es un regalo, ahí está la clave de llegar a entender este tinglado. Y cuanto antes lo pongamos en práctica, menos preguntas estúpidas tendremos que respondernos.

Acero y almíbar. Ese es Gavin Townshend. Dos años de puñetazos sobre la mesa, de cosas claras y tonterías, las justas. De risas contagiosas. De complicidad. De desvergüenza. Pasan por mi izquierda las máquinas quitanieves. La tormenta arrecia, fallaron las previsiones. Es bastante probable que pasemos aquí la noche. Al infierno los planes de las próximas doce horas ¿ven lo que quería decirles? No importa. Quién sabe, quizás haya un motivo para esto. Para estar aquí parado, quiero decir. Sin cobertura en la radio ni en el teléfono, con el único sonido de la ventisca como banda sonora. Puede que, después de todo, fuese necesario contar con este tiempo. Recopilar estelas, juntar palabras, dejarlo escrito. Tal vez este fuera el momento justo de contar la historia. La historia de Gavin, la de mi pequeño canalla.