L. y yo nos casamos en 1974. Nuestro hijo nació en 1977, y al año siguiente ya había terminado nuestro matrimonio. Pero todo eso importa poco ahora, salvo para localizar el escenario de un incidente que ocurrió en la primavera de 1980.
L. y yo vivíamos entonces
en Brooklyn, a tres o cuatro manzanas de distancia, y nuestro hijo dividía su
tiempo entre los dos apartamentos. Una mañana, yo había ido a casa de L. para
recoger a Daniel y llevarlo al colegio. No me acuerdo si entré en el edificio o
si Daniel bajó las escaleras solo, pero recuerdo con claridad que, cuando ya nos
íbamos, L. abrió la ventana de su apartamento en el tercer piso para echarme
dinero. Tampoco me acuerdo de por qué lo hizo. Quizá quería que echara una
moneda en el parquímetro; quizá yo tenía que hacerle algún recado, no lo sé. Lo
único que se me ha quedado grabado es la ventana abierta y la imagen de una moneda de diez centavos
volando por el aire. La veo con tal claridad que es casi como si hubiera estudiado fotografías de ese instante,
como si la moneda formara parte de un sueño recurrente que yo hubiera tenido
desde entonces.
Pero la moneda de diez
centavos chocó contra la rama de un árbol, y se rompió la curva descendente que
describía camino de mi mano. La moneda rebotó contra el árbol, aterrizó sin
ruido por allí cerca y se esfumó. Me acuerdo de haberme agachado a buscarla,
removiendo las hojas y las ramas al pie del árbol, pero los diez centavos no
aparecieron por ninguna parte.
Puedo fechar este
incidente a principios de la primavera porque sé que más tarde, el mismo día, asistí a un partido de béisbol en el Shea Stadium: el partido que inauguraba
la temporada. Un amigo mío había conseguido entradas, y generosamente me había
invitado a acompañarlo. Yo no había estado nunca en el primer partido de la
temporada, y recuerdo bien la ocasión.
Llegamos temprano (parece
que había que recoger las entradas en alguna taquilla) y, mientras mi amigo hacía
la gestión, yo lo esperaba en uno de los accesos del estadio. No se veía un
alma. Me refugié en un hueco para encender un cigarro (aquel día hacía mucho
viento), y allí, en el suelo, a un palmo de mi pie, estaban los diez centavos. Me
agaché, los cogí y me los metí en el bolsillo. Por absurdo que pueda parecer,
tuve la certeza de que eran los mismos diez centavos que había perdido en
Brooklyn esa mañana.
El cuaderno rojo.
Paul Auster.
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