Deben estar locos (los dioses).

Ocho menos cuarto de la mañana. Lunes. Enero. Plena cuesta. Un café humeante. Un camarero optimista. De fondo, en la radio, graciosos sin gracia. Gastan bromas telefónicas. Se ríen. Qué bien lo hacemos. Qué ocurrentes. Ja. Ja. Jajá. No es traidor el que avisa. Esta noche, el astro argentino recogerá su pelota dorada. Enfundado, en algún hotel de Zúrich, aguarda, descansa, vela armas. Un esmoquin. Un esmoquin perturbador. Insondable. Cruel. Amenazante. Imposible. Un esmoquin que sabe que se acerca. Que su momento está próximo. Y no puede fallar. En apenas unas horas, ya nada será igual. Dejará la seguridad de su armario. De su percha. Y cobrará vida. Vida propia. Pasará a ser un esmoquin público. Universal. Galáctico. Un esmoquin compartido. Alabado. Amado. Criticado. Odiado. Un esmoquin global. Un vaso cae al vacío. Se rompe en mil pedazos. El camarero quita hierro al asunto. Los graciosos radiofónicos carcajean. Una pregunta flota en el aire: ¿por qué?

No hay comentarios: