Un barril de pólvora.

Mi padre era un gran tipo. De los que no te encuentras muy a menudo. De los provocan una sonrisa cuando los recuerdas. De los que merecen la pena. Teníamos puntos en común. Compartíamos algunas aficiones. Pero la música no estaba entre ellas. El interés que él le demostraba se limitaba al silbido simulado en los momentos boda, siguiendo el ritmo con una mano y sujetando el cubalibre con la otra. Eso y la imprescindible foto con guitarra, mirando concentrado al mástil, en posición de Do Mayor. Digo esto para que se entienda mi asombro cuando le vi entrar, una tarde entre tantas de principios de los noventa, con una caja rebosante de discos. Del trastero de un amigo. O del guardamuebles de un amigo. O de un amigo guardamuebles. El caso es que comencé a revisar el cargamento y, tal como sospechaba, aquello daba para una buena petrol jam session. El Payo Juan Manuel, Tony El Gitano, Dandy Salomon, Los Pillo’s Boys, La Pelúa. Colección completa. Y cuando más andaba yo pensando en tirar la toalla, en medio de toda aquella fauna, como cachorros abandonados en un contenedor, aparecieron dos perlas. Una, el In Person at the Whisky a Go Go, de Otis Redding. La otra, un vinilo, de carátula blanca, donde se podía ver a cuatro tipos con cara de malo. De malo malote. Canallas pata negra. No los conocía. Y tiene guasa que fuera mi padre quien, de algún modo, me los presentara. Aquel disco era canela fina. Gasolina extra. Un barril de pólvora. Y comenzaba así…


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