Una mañana en el zoo.

El pasado sábado, F salió de su casa con determinación. Las ideas claras. Decidido. Se acabó. Fin de la historia. De la suya. A tomar viento. La noche anterior, estuvo barajando diferentes opciones. Ninguna le convencía. No del todo. Pasaban las horas. El día amenazaba despuntar. Pero él no lo tenía claro. Siempre quedaba la vía clásica. La tradicional. Bañera, azotea, calibre del nueve, una soga apañada, un cóctel explosivo. Entonces lo vio cristalino. Tuvo una revelación. Era perfecto. Brillante. Evocador. Se fue a la cama. Descansó un par de horas y, a eso de las nueve, puso el pie en la acera. Desayunó en el bar de siempre. Escribió una despedida. Guardó la nota. Salió a la calle. Descendió hasta el metro. Tomó la línea cuatro. Quince minutos. El tren se detuvo. Bajó del vagón. Salió del subterráneo. Anduvo unos metros. Alcanzó las taquillas. Compró su entrada. Accedió al recinto. Cruzó el estanque. Vio a los koalas. A los osos. A las cacatúas. A los guepardos. A M y a L. Detuvo sus pasos. Se quitó la ropa. Saltó un par de muros. Y se colocó frente a ellos. Los dos le miraban incrédulos. Desganados. Indiferentes. No muy dispuestos. Pero F estaba lanzado. No pensaba dudar. Ni darse por vencido. Provocó. Insultó. Desafió. Y claro, al final, sucedió. Una cosa es ser pacífico y otra distinta que te tomen por tonto. A fin de cuentas, un león es siempre un león. Aquí y en Lima. Y en Santiago de Chile. Comenzó el baile. El baile de graduación. El último baile de F. La orquesta sonaba radiante. Afinada. En perfecta armonía. Hasta que, de repente, bang, bang. Se acabó. Fin de la fiesta. Llegó la ambulancia. Cargaron a F. Se lo llevaron. Los anfitriones quedaron tendidos. Inertes. Perplejos. Acabados. Con un par de balas de regalo.

-Esto no tiene sentido -dijo M.
-Desde hace ya tiempo -dijo L.

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