Cuatro esquinas

- Qué más da si sucedió realmente, qué importará si lo hizo tal y como te lo he contado. ¿Te gustó lo que escuchaste? Pues no seas estúpido, no me vengas con monsergas. Disfrútalo, llévatelo contigo. Sé más listo de lo que aparentas. De ti depende. De nadie más.

Algo así suele decir Austin a partir del cuarto bourbon, los días en que se deja llevar por la nostalgia, cuando al otro lado de la barra alguien pone en duda una de sus historias. Austin nunca da una puntada sin hilo, sabe bien de qué te habla en cada momento. Es un tipo que rezuma sabiduría. De esa que se destila a fuego lento. De la que se pega como una lapa a los dos lóbulos del cerebro y te contagia a poco que dejes en la puerta tus viejos prejuicios. Y en este caso, también anda en lo cierto. Con esa parrafada, Austin viene a decir que la verdad está sobrevalorada. Que le damos excesiva importancia, que nos pasamos media vida persiguiéndola pero que, si nos topamos con ella, no tenemos agallas de mantener su mirada. Preferimos subir los cristales tintados. O calzarnos las gafas de pasta. La verdad duele, afirma Austin. Arde y te deja congelado al mismo tiempo. Por eso nos gusta mentirnos. Decirnos lo que queremos oír. Que nos pongan hielo en el whisky. Que nos alivien el trago. Necesitamos camuflar determinadas cosas. Pequeñas o grandes tragedias. Cotidianas o extraordinarias. Y Austin dice que está bien así, que no pasa nada. Que, a fin de cuentas, de eso se trata, de llevar todo esto lo mejor posible. Eso dice Austin. Menudo pedazo de hijo de puta. Nos tiene calados. Yo cada día comprendo más su forma de ver las cosas. Conforme voy apagando velas, más cerca me siento de ese viejo fajador. Recuerdo hará unas semanas, en una de esas noches inspiradas, me habló de su teoría de las esquinas. De algo que acabó concluyendo después de llevar decenas de años observando gente. Según él, al comienzo de todo, cuando llegamos al mundo, somos como una botella vacía. Mejor dicho, ni siquiera eso. Somos las cuatro esquinas de la base de una botella. Cuatro puntos entre los que irán creciendo otras tantas paredes. Caras de vidrio que se argamasan con sentimientos, con lazos de afecto. Los de la gente que pasa, que se queda, que marcha, que deja huella. Y el resto depende de nosotros. Cómo llenar esa botella. Cómo apurar hasta el último momento. Cómo hacerla rebosar. Austin dice que es importante llegar al final con unas paredes fuertes, que aguanten los golpes de un camino previsiblemente sinuoso. Y llenos hasta los topes, para hacer más llevadera la incertidumbre de lo desconocido. Apenas quedan unos días para deshojar otro año en mi calendario. Sin haberlo pensado, me encuentro muy próximo al punto en el que el viejo Harvey cerró la puerta. En ese donde no tienes claro si mirar atrás o salir disparado hacia delante. Y no puedo evitar pensar en Austin, echar un vistazo a mi botella. A sus cuatro esquinas. A sus paredes. Al contenido. Tiene narices la cosa. Haber llegado hasta aquí, con todos esos nombres grabados en el interior del vidrio. Menuda suerte, amigo. Menuda suerte. Quién te lo iba a decir. Después de todo, mereció la pena.

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