Chuchuru chuchu chu



Hacía sol. Y frío. Debía de ser invierno, pues. A esa hora, se suponía que estábamos en clase de Física pero, en lugar de eso, decidimos darnos un garbeo por el maizal del señor Sanders. Era invierno, hacía sol y no estábamos donde todos pensaban que debíamos estar. Nada especial. Un día de tantos, sin pretensiones. Arena. Se escapaba entre los dedos.

Elliot y yo coleccionábamos ese tipo de jornadas. Incluso llegamos a pensar en escribir un libro sobre ello: Los mil y un modos de perder el tiempoPero estoy divagando... Vuelvo a un día cualquiera, soleado y de invierno, a mediodía, en el maizal del señor Sanders. Habíamos pasado la mañana fumando, comiendo mazorcas, bebiendo cerveza y repasando la delantera del equipo de fútbol. De las animadoras, más bien. Y hablando de música. Ese era un tema recurrente entre nosotros. El de la música, quiero decir. Por aquellos años, yo pensaba que a partir de mediados de los sesenta no se había hecho nada que mereciese la pena. Vivía entre Elvis, Little Richard, Fast Domino, Eddie Cochran y el resto de clásicos. Alguna concesión les hacía a los Stray Cats. Pero nada más. Elliot se subía por las paredes. Necio, ignorante, mente estrecha... eran algunas de las lindezas con las que me obsequiaba. A mí me divertía verle así y por eso mantenía firme mi postura aunque, siendo sinceros, todo aquello me traía sin cuidado. Me gustaba la música, tenía mis referentes, un puñado de canciones favoritas, pero no sentía la necesidad de discutir de forma seria por ello. Él no. Él se lo tomaba muy en serio. La música no es un sonido de fondo. Es un muelle en medio del tiempo. Discutimos, nos reímos… Vamos a mi casa, quiero enseñarte algo. Y allí que nos fuimos.

Elliot tenía (supongo que todavía lo seguirá teniendo) un hermano que, en esa época, vivía en Nueva York. Estudiaba Derecho. Bueno... realmente, su ocupación consistía en coleccionar horas en todo tipo de bares y locales nocturnos. Cada mes, regresaba a casa con un saco de ropa sucia y la cartera vacía, mintiendo sobre exámenes superados y lamentándose por los duros sacrificios que le suponía la carrera. El chupete le duró cuatro años. La marca de la mano de su padre en la cara, tres semanas. El caso es que Byron (así se llamaba el tipo), además de para empaparse de alcohol y drogas, utilizó su tiempo y parte del patrimonio familiar en comprar música. De cualquier tipo. Todos los meses traía un nuevo cargamento. Sin falta.

Sigo. Era invierno, hacía sol y no habíamos ido a clase. Habitación de Byron. Un día como un millón. Un instante como mil millones. Cientos de vinilos. Elliot eligió uno. Lo colocó en el giradiscos. Pulsó una tecla. Click. Treinta y tres por minuto. La aguja se desplazó hasta el borde del plato. Bajó lentamente. Un ruido de nieve. Una guitarra. Darklands. The Jesus & Mary Chain. Y mi sesera comenzó a trazar círculos. A las mismas revoluciones que el plato. De repente me vi entre los surcos del disco. Me había fundido en aquel plástico que daba vueltas. La música no es un sonido de fondo. Así que era eso. Y yo sin querer enterarme. Menudo necio. Es un muelle en medio del tiempo. Claro que sí. Ahí está la clave. En ese instante me di cuenta. Por eso esta historia. No había nada especial en aquel día, nada que me hiciese recordarlo, nada que permitiera distinguirlo. Salvo esa canción. Salvo esa melodía.

Ha llovido desde entonces. No sé por dónde andará mi amigo. Ni qué fue de su hermano. Ni de su colección de discos. Pero, más de treinta años después, todo aquello permanece intacto. Como un pan recién hecho. Humeante. Con olor a vida. Para siempre. Gracias Elliot. Gracias Byron. Gracias por abrirme la puerta. Por haberme invitado a entrar.

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