Una buena idea.

Estamos en los ochenta. En la segunda mitad. Ya somos europeos. Perico gana el Tour. Eloy falla el penalty. Volvemos a caer en cuartos. Diego Armando venga la afrenta de las Malvinas. Hermida presume de tupé por las mañanas. El Cojo Manteca destroza un semáforo. Jóvenes de ojos tristes patean las calles buscando financiar su dosis. ETA azota brutalmente. Muere Fernando Martín. La década comienza a languidecer. En un bar cualquiera, unos chicos celebran el sábado. Lo hacen a conciencia. Dándolo todo. La voz especialmente. Uno de ellos parece reflexionar. Fija su mirada en la pared. En un objeto, más bien. Un objeto rojo. Metálico. Con forma de supositorio gigante. Sonríe. Ha tenido una idea. Una idea brillante. Una gran idea. Se acerca. Descuelga el artilugio. Sale a la calle. Acciona el mecanismo. Enfila la cuesta abajo. Es feliz. No necesita nada más. Quiere compartirlo. Entra en un bar. Lo inunda de niebla. De polvo blanco. Pero allí nadie parece comprender. Le miran destemplados. Casi con furia. O sin casi. Tampoco el dueño del primer bar sonríe. Le ha resultado sencillo seguir su rastro. Grita. Pide dinero. Habla de vergüenza. De policías. Pero el chico no entiende. No se inmuta. No le preocupa. Su idea era buena. Muy buena. Digan lo que digan.

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