De perdedores.

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(...) - Dime una cosa, Harvey ¿por qué volviste? ¿qué te hizo regresar? Habías conseguido lo más difícil. Salir de aquí, asentarte en Boston, dejar atrás este agujero. Lo tenías todo. Y, sin embargo...
- ¿Y por qué no?
- ¡Ah, demonios! Porque este es un pueblo de mierda. De perdedores. De horizontes cercanos. De mentes estrechas. De luz de gas.
- No te engañes, Allan. En realidad, todos somos perdedores. Desde el mismo instante en que se rompe la placenta. Justo ahí comienza el final. La cuenta atrás. Y mientras llega, por el camino nos vamos curtiendo a base de derrotas. A golpe de desengaño. Nadie se libra, amigo. La cuestión no es perder. Es el modo de hacerlo. Es mantener el tipo. Apretar los dientes. El martes pasado escuché una canción de un songwriter español, no recuerdo su nombre. Hablaba de que, en definitiva, la clave está en ser capaz de tener encaje y, al mismo tiempo, conservar el empaque. De perder, sí. Pero con dignidad. 
- Precioso. Pero eso no contesta mi pregunta.
- ¿Piensas que en Boston es diferente? La gente es gente. En cualquier parte. De acuerdo, tal vez cambie el decorado. Puede que el guión sea distinto. Pero el desenlace es muy parecido. Y puestos a caer, mejor hacerlo en casa. Si llueven culebras y tengo que buscar cobijo, prefiero conocer bien el terreno. Tener claro dónde piso. Incluso en la oscuridad absoluta. Creo que es importante contar con un punto de referencia. No hay nada peor que sentirse perdido. Y el mío es este. No sabría decirte el motivo. Pero lo es. De eso estoy seguro. 
- Puedes considerarte afortunado. Yo no tengo ni idea de dónde está el mío. Debe de andar muy lejos en cualquier caso.
- El mundo es bastante más pequeño de lo que parece, Allan. Si te llevas a tus demonios contigo, por mucha tierra que pongas de por medio, no conseguirás nunca estar lejos de ningún lado.
- Probablemente sea como dices. Pero para hacer bien las cosas se necesita tiempo. Y yo presiento que no me queda demasiado. Que el mío aquí ha terminado. Me largo mañana, en el primer autobús a Minneapolis. Y una vez allí, echaré a suertes hacia dónde dirigirme. A no menos de tres estados de distancia, eso lo tengo claro.
(...)
Extracto del relato "Doscientos pavos".
Javi Tortosa.

La mirada del director (once de marzo).

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La muchacha de pelo moreno y lacio corre apresuradamente hacia la ventana. Una vez allí, desde el interior del vagón, la joven, que además del pelo liso tiene los ojos verdes, se despide de un adolescente de pantalones caídos. Al otro lado del cristal, el muchacho, que lleva puesta una camisa a cuadros blancos y azules, no consigue que su chica entienda lo que intenta decirle.

Un octogenario trata de ganar el andén. El anciano, que además de sombrero luce un traje sin una sola arruga, se ayuda del bastón al bajar los escalones. Desde el fondo de la estación, un niño de pantalón corto suelta la mano de la mujer que lo acompaña y echa a correr hacia él.

En la tercera planta del edificio con fachada gris, un joven con cuatro aros en su oreja izquierda se asoma con fastidio a la ventana. El veinteañero, que además de varios pendientes lleva el pelo teñido de rojo, observa cómo un muchacho con camisa a cuadros gesticula de forma airada frente a la ventanilla del segundo vagón.

Un hombre calvo de mediana edad recibe su cambio en el kiosko de prensa. El alopécico, que además de gafas lleva unos zapatos de ante marrones, se dirige hacia el tren con el diario debajo del brazo.

Sujetando su gorra en la mano, un revisor de ojos somnolientos espera con indiferencia a que la saeta mayor señale el número seis. El ferroviario, que además de cansancio en la mirada soporta un enorme peso sobre sus hombros, se acerca para ayudar a un anciano de traje impecable. El hombre longevo, que además de sombrero lleva un bastón en su mano derecha, se esfuerza por bajar del vagón. Suena un silbido.

Una mujer de treinta y pocos mira a su hijo correr por el andén. El niño, que además de pantalón corto lleva un jersey verde oscuro, pasa junto a un muchacho con camisa a cuadros y pantalones por debajo de la cintura.

Las ruedas comienzan a girar. El empleado de ferrocarriles cuyos ojos revelan la falta de sueño entra en el vagón. A través de la puerta, todavía abierta, puede ver cómo un joven de pelo rojo cierra su ventana en la tercera planta de un edificio gris.

Con la cabeza apoyada en la ventanilla, una muchacha de ojos verdes y pelo lacio fija su mirada en los zapatos de ante que se apresuran hacia la puerta del vagón. El tren la mece suavemente. Levanta la vista. Observa fugazmente las siete y media en el reloj de la estación. Piensa en todas las cosas que ha hecho. En todas las que le quedan por hacer ...

Un poco de todo.


Las sirenas continúan golpeando la cabeza. Los tacones no abandonan sus oídos. La puerta se cierra. Manos frías. Corazón congelado. Pupilas en llamas. Un corredor eterno hasta la cocina. No hay valor. Restos del desayuno. Zumo sobre las baldosas. La nevera entreabierta. Café sin aroma. Una cartera perdida. No hay respuestas.

Connie Allen apoya la espalda y se desliza hasta el suelo. Abraza sus tobillos. Trata de respirar. Cierra los ojos. Los abre. Sigue igual. No ha habido suerte. El día gira en sentido equivocado. Todo ha pasado a ser excepcional. Nada está en su sitio. Y no puede haber algo peor. Algo más triste que echarlo todo en falta. Cualquier cosa. Y ninguna en especial.