Cuando Estelle colocó el plato de huevos frente a ella, Sylvia se sintió muy avergonzada. Después de todo, Estelle trataba de ser amable. Entonces, como para repararlo todo, dijo:
-Es que hoy me ha pasado
una cosa.
Estelle se sentó frente a
ella con una taza de café. Sylvia continuó:
-No sé cómo decírtelo. Es
tan extraño, pero…, bueno, hoy almorcé en el Automat y tuve que compartir la
mesa con tres desconocidos. Hubiera dado lo mismo que yo fuera invisible porque
hablaron de cosas muy íntimas. Uno de ellos comentó que su novia iba a tener un
hijo y no sabía dónde conseguir dinero para resolver el asunto. Dijo que no tenía
nada que vender. Pero otro (bastante más refinado, como si no tuviera que ver
con sus compañeros) dijo que sí, que podía vender algo: sueños. Hasta yo me reí,
pero el hombre movió la cabeza y dijo con mucho aplomo que era totalmente
cierto, que la tía de su esposa, Miss Mozart, trabajaba para un millonario que
compraba sueños, simples sueños nocturnos, de cualquier persona. Anotó el
nombre y la dirección, y se lo dio a su amigo, pero él lo dejó en la mesa; dijo
que le parecía demasiado absurdo para creérselo.
-A mí también –intervino Estelle
haciendo notar su sensatez.
-No sé –dijo Sylvia, encendiendo
un cigarrillo-. No pude quitármelo de la cabeza. El nombre era A.F. Revercomb;
la dirección correspondía a una casa de la calle Setenta y ocho. Sólo lo vi un
instante, pero fue…, no sé, no pude olvidarlo. Empezó a darme dolor de cabeza. Salí
temprano de la oficina…
Estelle dejó en la mesa
su taza de café, despacio, marcando el ademán.
-Escúchame, Sylvia, ¿no me
dirás que has ido a ver al loco ese, a Revercomb?
Profesor miseria.
Truman Capote.
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