Dicen que pocas cosas
sobrecogen más que ver amanecer desde un hospital. Y probablemente sea cierto.
A través del cristal doble, la ciudad se muestra lejana. Irreal. Inalcanzable.
Las farolas bostezan con bruma. Los bares reparten raciones de vida. Los
semáforos escupen en morse. Gente. Los ves ahí, sin darse cuenta. Sin percibir
el momento. Y te apetece gritarles. ¡Hey! ¿Estáis locos? ¿Queréis problemas reales? ¡Aquí tenemos de eso! ¡Sonreíd! Sonreíd,
maldita sea. Sonreíd. En esta misma planta, hace poco más de un año, pintaron
bastos. Llegamos con un frasco de miel. Y lo cambiaron por un brebaje amargo.
Fin. Adiós. Eso creímos al hacer la maleta. Al salir por la puerta. Pero tú no.
Tú no andabas en esas. Tú tenías otros planes. Miro a través del cristal doble.
El sol se despereza. Duermes. Voy a decirte una cosa. Creo que debes saberlo.
En esta habitación no encontrarás triunfadores. Ni cabezas bien amuebladas.
Estás rodeado de tarados. De duros de mollera. De testarudos. De nadadores río
arriba. Sí, tienes razón. A ti, precisamente a ti. A ti, qué diablos voy yo a
contarte.
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