Hay
pocas cosas con menos gracia que el paso del tiempo. Convidado de piedra unas
veces. Perfecto desconocido otras. Un auténtico hijo de puta, la mayor parte de
ellas. Nuestra idea del mismo se transforma a medida que lo vamos acumulando,
conforme aumenta la certeza de que acabaremos echándolo de menos. Con los
sueños sucede algo parecido. Con el paso de los años, dejan de ser infinitos.
Van perdiendo altura. Y ganando profundidad. Se vuelven duros como una roca. La
respuesta abandona el viento y se esconde medio metro bajo tierra. En Cuento
de Navidad, un joven Harvey Townshend mira por quinta vez Uno de los
nuestros en la pantalla del Paradiso y sueña con el guion que incluya su
nombre en los títulos de crédito. Dos calles más abajo, Austin lo hace con ser
capaz de servir el café con más aroma del condado. Gerry Baker llegó al pueblo
una tarde de lluvia torrencial, persiguiendo un sueño con sonido a cascabeles. Comenzar
de cero. Estrenar cada mañana sin temor a ver la arena escurrirse entre sus dedos. Dejar de avanzar a través de zanjas de estiércol. Pero, en Albert Lea,
los sueños de Gerry Baker son un cero a la izquierda. No importan un comino. Gerry haría
bien en no despreciar ningún consejo. Debería coger a su familia y salir
cortando. Eso debería hacer Gerry. Antes de que sea demasiado tarde.
Con todos ustedes, Mr. Tambourine Man, by Bob Dylan.
Con todos ustedes, Mr. Tambourine Man, by Bob Dylan.
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