Anoche
tuvimos noticias de Jacob Wesley. Buenas noticias, podría decirse. Continúa con
vida. Al menos, hasta el momento en el que depositó la carta en la oficina
postal. Dice que todo marcha bien, que nos manda calma, que está justamente donde
quiere estar. Miente. Jacob anda por algún lugar del sudeste asiático. Buscando
respuestas, atando cabos, encontrando nada, perdiendo el tiempo. En realidad, Jacob
no es un mal tipo aunque, desde que nació, ha mantenido la sesera dentro del
envoltorio, guardada en el desván, al fondo del último cajón de una vieja
cómoda. Y está convencido de que la Providencia ha jugado sucio con él, de que
el guion escrito no se ajusta a la puesta en escena. Poco cerebro e
infinita complacencia. Mala combinación. Jacob nunca se ha sentido a gusto. En ningún
lugar, al lado de nadie. Se ha pasado la vida huyendo. Del colegio, de su
casa, del pueblo, de su reflejo en los charcos, de su voz en el contestador.
Huyendo para regresar sobre huellas ya marcadas, pisándose los talones, viviendo
en un maldito círculo. Austin me escucha leer la carta y pierde su vista en el
fondo del local. Retrocede veinte años, se sienta con Jac en el suelo, le
cuenta la historia del bar, la del abuelo. Y decide que ahí es donde quiere quedarse.
Austin Wesley no necesita escucharme, sabe lo que viene a continuación. Conoce a Jacob, lo conoce
bien. Desde siempre.
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