El último home run

No tengo claro la cabeza de la que salió aquella ocurrencia. Tampoco es que eso tenga demasiada importancia. Cualquiera de nosotros pudo haber sido. Cualquiera de los allí presentes tenía dotes para ello. Sí recuerdo que aquel domingo había partido, y que a las nueve de la mañana nos esperaban en el campo de béisbol. Y que estábamos a punto de consumar el descenso de categoría. A la última categoría para ser exactos. En realidad, no habíamos ganado ni un solo encuentro en toda la temporada, apenas unas cuantas carreras y un par de míseros home runs. La cosa se estaba poniendo tensa con el patrocinador del equipo, habíamos dejado de movernos en un plano meramente deportivo y andábamos cerca de convertir aquello en una cuestión de supervivencia. De supervivencia deportiva, quiero decir. Por este motivo, la idea de ese fin de semana era sacar a relucir nuestro perfil de chicos buenos. Pasar la tarde del sábado tomando algunas cervezas y recogerse temprano para afrontar el partido del día siguiente en plenas facultades. Bueno, plenas, ya me entienden. Si se paran a analizarlo, verán que se trataba de una estrategia bastante simple. De apenas dos o tres puntos clave. A+B=C. Pero, visto lo visto, es posible que no fuera así exactamente, que después de todo no resultara un proceso tan sencillo de asimilar. Digo esto porque, desviándonos por completo del plan concebido, aquella tarde se convirtió en noche, la noche en madrugada, y la madrugada en un frío y callejero amanecer. Las cervezas fueron cayendo, las risas y el humo inundaron el ambiente, los licores de trago largo se abrieron paso entre nosotros sin ningún atisbo de resistencia. Como tantas otras veces, las horas transcurrieron en apenas unos cuantos segundos y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, estábamos siendo invitados a abandonar el último local abierto en el pueblo. Nos servimos una copa de cierre para hacer más llevadero el camino de vuelta y tomamos la Avenida Cochran que debería haberse encargado de repartirnos hacia nuestros respectivos hogares. Pero supongo que a estas alturas ya imaginarán que los acontecimientos no sucedieron de esa manera. Están en lo cierto. Justo al pasar por delante, alguien tuvo una ocurrencia. Una estupenda ocurrencia. Y todos le seguimos sin poner objeción alguna. En apenas un par de minutos, nuestros traseros se posaban en el suelo de lo que algún tiempo atrás debió ser el hall de entrada de aquel caserón abandonado. Rodeados de telarañas, apalancados sobre una alfombra de polvo de varios centímetros de grosor, con la copa en una mano y el encendedor en la otra para evitar sumirnos en la más completa oscuridad. Balanceándonos de manera inconsciente, mirando nuestras caras iluminadas por las llamas y charlando seriamente sobre la táctica que deberíamos seguir sobre el campo en menos de tres horas. Actuando como si lo estuviéramos haciendo en una mesa cualquiera del bar de Austin, con la naturalidad para bracear en lo absurdo que proporcionan unas dosis adecuadas de etanol en sangre. Debatimos, argumentamos, convinimos… y, en un momento dado, de manera prácticamente simultánea, nos quedamos todos dormidos. Con la misma postura erguida. Manteniendo el círculo que habíamos formado. Como captados en una fotografía. Así permanecimos hasta que las primeras luces comenzaron a colarse por las ventanas. A partir de ahí, fuimos despertando todos de manera simultánea, a cámara lenta, observándonos con cierta sorpresa, esperando que alguien rompiera el silencio y dijera cualquier cosa que nos devolviese a la realidad. Pero nadie abrió la boca. Nos fuimos levantado poco a poco y consideramos concluida aquella estúpida incursión. Ya estaba bien por esa noche. Tocaba volver a casa, quitarnos de encima la manta de polvo rancio, y tratar de llegar al partido antes de que se cumpliera la hora de su inicio. Sin llegar a decirlo, todos asumimos que ese era el punto y final de la noche de sábado. Aunque no todos pensábamos así. Alguien no lo tenía tan claro. Danny Di Hernie continuaba sentado en el suelo. Dejadme, voy a descansar aquí hasta la hora del partido, estaré bien, me encuentro a gusto, no os preocupéis por mí. Necesito este momento. En serio, estaré bien... Nos miramos. Le miramos a él. Ninguno se sorprendió lo más mínimo. Ninguno hizo nada por disuadirlo. Todo estaba en orden. Nos pareció adecuado el razonamiento. Y allí lo dejamos sin cuestionar su decisión. Con toda la casa para él solo. Disfrutando su momento. Feliz.

El resto de la historia carece de importancia.  El resultado del partido. Los vómitos sobre el terreno de juego. Las autolesiones de varios integrantes del equipo. El fastidio e incredulidad de los rivales ante el espectáculo al que estaban asistiendo. Nuestro último home run. La retirada del patrocinio. La disolución del equipo. Efectivamente, el resto de la historia carece de importancia…

No hay comentarios: