Esperando conformidad

A finales de diciembre del setenta y nueve, un par de días después de comenzar las vacaciones de Navidad, el viejo Harvey me llevó a las inmediaciones del lago Anne Lou Queenie, cerca del parque nacional de Shakopee. Retiramos nuestras mantas cuando las primeras luces todavía no acariciaban los tejados, con el único sonido en el aire de algún grillo despistado agonizando desde su madriguera. Mamá Hanna y Mary Wave dormían a pierna suelta mientras, afuera, la totalidad del paisaje descansaba bajo una fina capa de escarcha traslúcida. Preparamos la intendencia necesaria procurando hacer el mínimo ruido, dibujando una sonrisa nerviosa cada vez que coincidían nuestras miradas. Sin un alma en la calle, antes de que hubiese amanecido, doblábamos la esquina de casa de los Abbot, rumbo a la carretera que nos llevaría hasta la interestatal.

El día iba creciendo a medida que apurábamos el asfalto y, a pesar de lo indecente de la hora, no tuve ningún problema en permanecer despierto a lo largo de todo el trayecto. Nuestro viejo Mustang abriéndose paso por la carretera, los diferentes juegos de sombras que la luz del sol dibujaba atravesando las nubes, el locutor en la emisora comentando las próximas nevadas, el sonido de fondo del motor como una plataforma sostenida... cada detalle me parecía definitivamente mágico.

Llegamos al paraje pasadas las nueve y anduvimos algunas horas explorando la zona. El viejo Harvey intentó diversas actividades de supervivencia, tratando de trasladarme una imagen de experto conocedor del medio campestre. Comimos nuestros emparedados. Emprendimos el viaje de vuelta.

El lago Anne Lou Queenie no tiene nada que pueda convertirlo en especial. Nada que justifique las doscientas millas de ida y otras tantas de vuelta que requiere llegar allí desde nuestro pueblo. Agua, árboles gigantes y aire fresco son cosas que en Albert Lea tenemos en cantidades tales que no somos capaces de apreciar. Lo único que podría considerarse destacable del entorno es una zona, en la parte norte, donde, a poco que te esfuerces, consigues encontrar infinidad de fósiles sobre el terreno. Conchas gigantes petrificadas. Huesos de criaturas ancestrales. O vayan a saber qué. Tienes que echarle algo de imaginación, eso sí, pero para un niño puede resultar un juego bastante divertido. Para un niño de mi generación, al menos. Los que estudiábamos pre-tecnología en el colegio.

Pienso en todo esto viendo dinosaurios japoneses en televisión junto al pequeño Gavin y me pregunto qué recuerdos tendrá él dentro de cuarenta años. Qué le quedará de todos estos momentos. Es complicado saberlo. Determinadas cosas que consideramos sin trascendencia se nos presentan de forma recurrente a lo largo de nuestra vida. Otras más importantes las olvidamos intactas en los últimos cajones. ¿Me creerán si les digo que tengo recientes algunas fiestas de cumpleaños de una sola cifra? Y, sin embargo, no consigo ver con claridad muchas escenas vividas en la época universitaria. Inescrutable. Aunque es posible que esto último tenga una explicación mucho menos misteriosa…

El caso es que los viajes en coche con el viejo Harvey ocupan un lugar preferente en mi memoria. No por el destino al que nos dirigiéramos, eso carecía de importancia, sino por el simple hecho de estar ahí. Los dos. En silencio. Sin necesidad de nada. Hay evidencia empírica de que siempre me encantó moverme en coche con mi padre. Dice mamá Hanna que, de bebé, no encontraban otra manera de conseguir dormirme. Y que no era extraño ver a los dos Harveys, montados en la furgoneta del abuelo Ralph, dando vueltas por el pueblo a las tantas de la madrugada. Los motivos de esta querencia se pierden en lo desconocido, pendientes de diagnóstico. Alguna tara genética. Qué sé yo.

Nuestra sesera juega con las cartas marcadas. Hace y deshace a su libre albedrío. Parte y reparte con ventaja de ganador. Las imágenes, los olores, los sucesos, permanecen en ella según algún tipo de conveniencia que desconocemos. A partir de un hecho concreto, sazona, añade ingredientes y cocina la mezcla a un ritmo lento y pausado. Y tras el reposo correspondiente, surgen los recuerdos. Como una tarjeta de felicitación inesperada. Como un telegrama con emisor desconocido.

Cuenta Pharell Raini, el jefe de la oficina de correos, que cada año se destruyen cientos de miles de cartas con dirección equivocada. Ni encuentran destinatario, ni tampoco hay forma de retornarlas al remitente. Nadie las reclama. Nadie las echa en falta. Quedan en una especie de limbo postal. En medio de ningún lado. En el saco roto de las buenas o las malas noticias. No sé, pensarán que estoy tarado pero, quién sabe, se me ocurre que algo así suceda con los recuerdos. Con los que todavía no tenemos, me refiero. ¿Se imaginan? Estampas haciendo tiempo. Viñetas tomando un trago. Esbozos pidiendo turno. Esperando conformidad…




No hay comentarios: