Auggie
Wren y yo cruzamos nuestros caminos hace ahora casi un año, la víspera de
Navidad, atrapados en la zona de embarque del aeropuerto de Boston. Yo me
disponía a emprender el viaje vuelta a casa una vez concluidas las evaluaciones
del semestre en la Universidad. Él, por su parte, regresaba a Nueva York
después de no recuerdo muy bien qué serie de gestiones personales. El viento y
la lluvia que arreciaban en el exterior tenían la intención de dejarnos
incomunicados toda la noche y Auggie debió de sentir verdadera lástima al verme
de pie, totalmente abatido, con la bandeja de la cena en las manos, dedicado a
la tarea imposible de encontrar un hueco libre en la única cafetería abierta
del Logan International. Levantó la mano y me hizo un gesto, invitándome a
tomar asiento en su mesa. Mi cara de pasmo no le pasó desapercibida.
- Reacciona, chico. Cualquiera diría que has visto un fantasma.
- Reacciona, chico. Cualquiera diría que has visto un fantasma.
- Lo
siento, Auggie, no esperaba…
- ¿La
tormenta? Yo tampoco –me interrumpió sonriendo.
- …
no esperaba encontrarte aquí.
- Bueno,
teniendo en cuenta qué día es mañana, no se me ocurre un mejor momento para
conocernos ¿no te parece?
Tengo
dudas de si les he hablado alguna vez de Auggie Wren. Un tipo corriente, metro
setenta y poco, blanco, pelo castaño oscuro, rondará los sesenta. Dependiente
de un estanco en la Dieciséis con Prospect Park West, en Brooklyn, soltero y
solitario, su tiempo transcurre mayormente entre la tienda, un apartamento
alquilado en la calle Lincoln y el Double Windsor, donde acude siempre que
puede a tomar un trago y sufrir con resignación los partidos de los Mets. No
hay nada en apariencia que pudiera concederle algún interés fuera de lo común. A
simple vista, su vida y milagros despertarían el mismo entusiasmo que la
sección de filatelia en las páginas amarillas. Pero esto no es así.
- ¿Tú
lo haces, Harvey?
- ¿Si
lo hago? ¿El qué?
- Fijarte
en los detalles, tomarte tu tiempo.
- Bueno,
lo intento, aunque supongo que bastante menos de lo que debería.
- Mira
toda esta gente, están impacientes. Por salir, por llegar, por volver a salir…
es un poco desconcertante ¿no crees? ¿qué sentido tiene?
- No
sabría que decirte, imagino que intentamos abarcar más de lo que podemos.
Queremos hacer demasiadas cosas al mismo tiempo.
- No
creo que se trate de eso.
- Entonces…
- El
problema es que andamos bastante perdidos.
- ¿Perdidos?
- Sí,
persiguiendo metas sin saber cuáles son, ni dónde diablos se encuentran. Nos
pasamos la vida husmeando un rastro, yendo de un lugar a otro para no llegar
realmente a ninguna parte.
- ¿Eso
piensas?
- ¿Tú
no?
- No
sé, nunca me lo había planteado. Lo que dices suena estupendo sobre el papel
pero…
- ¿Pero?
- …
pero la mayor parte de las veces las circunstancias no te permiten marcar el
rumbo.
- Las
urgencias…
- Exacto.
- Pero
si lo inmediato invade nuestro tiempo ¿dónde queda lo importante?
- ¿Y
qué es lo importante, Auggie?
- Buena
pregunta…
Auggie
Wren encierra unas cuantas historias, todas ellas fascinantes, pero hay una que
destaca sobre las demás. Desde hace casi cuarenta años, cada día, a las ocho
treinta en punto de la mañana, Auggie coloca su cámara de fotos sobre un
trípode, justo en la misma baldosa, frente a la puerta del estanco, aguarda a
que las manecillas se ajusten a la posición exacta y… click, dispara una
fotografía. En blanco y negro, analógica, clásica. Cuando están completos,
revela él mismo los carretes y conserva las copias archivadas en álbumes, con
la fecha del día anotada al pie de cada foto. Después, los repasa lentamente,
deteniéndose en cada imagen, reparando en las semejanzas y descubriendo con
emoción las diferencias. Donde otros pasan de puntillas, él enfoca toda su
atención. Vaya un tarado, pensará la mayoría de ustedes. Y a simple vista
podría parecerlo. Sin embargo, cuando te explica la razón de ello, cuando
consigue hacerte ver más allá de las cifras, tienes claro que, sin lugar a dudas,
todo eso que hace tiene un significado. Aquella noche, rodeados de maletas y
viajeros somnolientos, pude comprobar lo que les digo.
- Mañana
no podrás disparar tu foto.
- Maldita
tormenta del diablo…
- ¿No
puedes pedirle a alguien que lo haga? A Paul, por ejemplo.
- Si
lo hace otro ya no tiene sentido, Harvey. Tengo que ser yo, tengo que estar
allí en ese preciso momento. No… prefiero dejar un hueco en blanco en el álbum.
Pensándolo bien, eso me hará recordar esta noche, aquí, charlando contigo. No todo
son malas noticias ¿no te parece?
- ¿Sabes
que llegué a odiarte durante algún tiempo?
- ¿Odiarme?
- Sí,
por tu historia de Navidad. Por habérsela contado a Paul antes que a mí. Ya, lo
sé, suena bastante estúpido. Pero hubiese dado cualquier cosa por haber sido yo
quien la escribiera.
- Ese
cuento era suyo, Harvey, estaba destinado para él. Llevaba su nombre en el
sobre sin necesidad de haberlo impreso. Esa es la razón de que supiera sacar
todo lo que había dentro. De que lograra darle la forma perfecta. Yo le regalé
una roca, y Paul la convirtió en el maldito David de Miguel Ángel.
- Tienes
razón. No era más que un pensamiento estúpido, no me hagas demasiado caso…
- Oh,
no te disculpes, chico. Estamos entre amigos ¿no es así? ¿qué sería de nosotros
si no pudiésemos ser sinceros con nuestros propios amigos?
- Acabaríamos
mintiéndonos a nosotros mismos.
- Correcto.
- Hablando
de sinceridad…
- Jajaja…
dispara.
- Robert
Goodwin, la abuela Ethel, la cámara de fotos… ¿todo eso sucedió realmente?
- Vaya…
¿de verdad quieres saberlo?
- Claro
¿por qué iba a preguntarlo si no?
- ¿Tú
qué piensas?
- ¿Yo?
- Sí,
tú ¿crees que es cierto?
- No
sé… por una parte es bastante factible… pero…
- …
pero por otra te parece que todo encaja demasiado perfecto.
- Algo así.
- Algo así.
- Te
lo diré de otro modo ¿tú quieres que sea cierto?
- …
supongo que sí.
- Pues
ahí tienes tu respuesta.
A
mitad de noche cesó la tormenta. Las primeras horas de la mañana sirvieron para
despejar las pistas e ir dando salida a todos los vuelos cancelados. El Logan
fue recobrando su funcionamiento. Nosotros permanecimos charlando hasta casi
las diez, momento en el que anunciaron mi puerta de embarque. Me acompañó hasta
donde ya no le permitieron continuar y nos quedamos allí parados frente a
frente, mirándonos a los ojos, con media sonrisa de felicidad dibujada en
nuestros rostros. Guardamos silencio unos segundos.
- Feliz
Navidad, Auggie.
- Feliz
Navidad, Harvey.
El
abrazo de despedida tuvo sabor añejo. A camarada. A viejo amigo. Y al saludarle
de nuevo, justo antes de enfilar el pasillo hacia el avión, supe que no
volveríamos a vernos. Que, con el paso del tiempo, recordaría esa noche
escondida entre brumas, sin tener la convicción de haberla vivido realmente, sin
estar seguro de que todo aquello hubiese llegado a suceder. Me acomodé en mi asiento
y no tardé en caer dormido. Antes de eso, prometí firmemente ir algún día a la
esquina de la Dieciséis con Prospect Park West, en Brooklyn. A las 8.30 de la
mañana.
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