Veo la
portada del Daily City, con la nave Perseverance posada sobre la superficie de
Marte, y pienso que esa foto la podría haber hecho yo, con algún juguete de mis
hijos, en cualquier paisaje desolado junto a una carretera secundaria de
Arizona o de Nuevo México. Sé que algunos de ustedes se echarán las manos a la
cabeza, que pensarán que soy un tarado. Probablemente ya me hayan metido en el
saco de los conspiranoicos. Pero en el fondo saben que tengo razón. Es la misma
historia de siempre. Desde el famoso Big Bang. Da igual quien represente el
papel de narrador. Al final, siempre es necesario tener un punto de fe en lo
que nos cuentan. De querer creer en el relato. De aparcar las preguntas para
más adelante. Austin dice que, en realidad, no sabemos nada. Ni nosotros, ni
nadie. Que la única diferencia es que unos pocos son conscientes de ello y el
resto nunca se lo ha planteado. Antes la gente sí tenía algunas certezas, dice
Austin. Mi padre sabía de qué madera estaba hecha la mesa sobre la que comía.
Él mismo fue al bosque a cortar el árbol para fabricarla. Y podía decirte el
nombre de cada una de las piezas del motor de su vieja furgoneta. Mi abuelo
destilaba en su granero el licor que lo llevó a la tumba. Eran otros tiempos,
chico. La gente conocía cada palmo del terreno por el que pisaba. Ahora no
sabemos ni de qué está hecho el maldito pan que nos llevamos a la boca.
Confiamos, confiamos, confiamos en lo que nos dicen. Unos días, una cosa. Al
siguiente, la contraria. El Universo ha dejado de ser infinito y cabe en el
puto terminal que llevas en el bolsillo. Eso dice Austin. Y yo no sé si quiero
creer o cuestionar lo que le escucho. Pero miro la fotografía del Daily y no
puedo evitar pensar en ello.
Cuestión de fe
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