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Cada día, a las cuatro de la mañana
exactas, los barcos de pesca de Holly Town sueltan amarras y buscan la salida
del puerto. En una especie de ritual, sus motores rompen el silencio y dejan
flotando en el aire un firme juramento de que esa partida es temporal, de que
regresarán sanos y salvos. En pocos minutos, los muelles quedan desiertos, tan
solo con gaviotas contemplando la escena desde lo alto del faro, seguras de
que, en unas horas, esos mismos barcos les servirán en bandeja un rastro de
presas fáciles que llevarse al gaznate. En las noches de verano, el rumor de la
flota se cuela por las ventanas abiertas. Te mece entre las sábanas y despierta
a los gallos que comandan las casas de la huerta.
El barrio de pescadores de Holly Town es
un mosaico de colores. Cada casa está pintada de manera diferente. Es posible
distinguirlas a una distancia considerable y los tripulantes se alejan sabiendo
el punto exacto donde esperarán su vuelta. Roy Stillman vive en una de esas
casas. A lo largo de su vida, ha pasado más tiempo flotando en el agua que con
los pies en tierra firme. Dice que, a pesar de todo, de navegar cada día con un
rumbo diferente, es importante tener un lugar al que querer volver. Una especie
de meta. Eso ayuda a que aprietes los dientes en días de tormenta. O que
espantes de tu cabeza la idea de dejarte llevar mar adentro. Sí, es bueno que
alguien te espere, dice Roy. Aunque ese alguien sea sólo una maldita cerradura.
Quedan apenas unos días para regresar a
Albert Lea. Para volver a calzar zapatos y retomar la rutina. Roy me espera
mañana para despachar nuestra última cerveza. Contará otra vez la historia de
las casas de colores. Del día que pensó que acabaría con sus huesos en el fondo
del océano. De cómo preparar un guiso marinero. De la llegada de los primeros
colonos. Hablará de ello como si fuera la primera vez que lo cuenta. Y yo le
escucharé convencido de que nunca antes lo había hecho.
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