Pero les estaba hablando de esta habitación, de
su historia que, a fin de cuentas, también ha sido la mía. A los tres años de
mi colocación llegó T, la niña, la revolución. Apenas medía medio metro pero ya
nada ni nadie cabía en la casa. De la noche a la mañana, la totalidad del
espacio fue expropiado y pasó a formar parte de los dominios de T. Así, muchos
amigos emprendieron un exilio forzoso hacia diferentes lugares de acogida. Incluso
tuve que separarme de Rain Dogs, mi único y gran amor. Más tarde he tenido
otras relaciones, varios visillos y algún que otro estor me han mantenido
atendida. Pero nadie ha vuelto a mojar mis cristales como durante años lo hizo
el querido Downtown Train.
Como podrán suponer, al principio odiaba a T. La
declaré culpable de mi desdicha y deseé con todas mis fuerzas que
desapareciera, que todo volviera a ser como antes. Así que decidí hacerle la
vida imposible. En las noches de invierno me abría de par en par, en las de
verano me mostraba hermética, dejaba caer mi persiana mientras ella jugaba,
silbaba por mis rendijas cuando dormía… Pero nada de esto consiguió mejorar la
situación. Al contrario, acabé por no soportarme a mí misma. En el fondo,
aquella niña no había decidido nada, no era responsable de los destierros.
Debía darle una oportunidad. Y una noche, antes de acostarse, T se acercó,
exhaló su aliento sobre mis cristales y escribió en el vaho: Buenas noches V,
te quiero.
CONTINUARÁ...
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