Ocho años más tarde llegó J. Sin avisar. Sin
permiso. Como una apisonadora. Le arrebató su espacio a T y nos declaró la
guerra al resto. Insoportable. Y, sin embargo, yo me encapriché con él. No me
pregunten por qué. Desde que sentí su reflejo por primera vez, encontré un
nuevo motivo para subir mi persiana por las mañanas.
Fue en esa época cuando M comenzó a visitarme.
Todas las tardes, al regresar del trabajo, con la casa todavía en calma. Me regalaba
sus silencios y yo le correspondía con las mejores vistas posibles a la calle. Un
pacto tácito. No había más que nos pudiéramos ofrecer mutuamente.
No recuerdo una época especialmente convulsa. En
realidad, en lugar de elevarse, el tono de las conversaciones fue disminuyendo
de forma paulatina. Hasta que las palabras dejaron de fluir. Algunos opinarían
que la relación entre M y H era correcta y respetuosa. Yo no lo creo. Qué
quieren, para mí, el respeto es algo más que una simple cuestión de volumen.
¿Qué le sucedía a M? ¿Se encontraba en el lugar
equivocado o nunca buscó la manera de ser feliz? A veces pasa que pensamos en
la vida como una autopista de seis carriles. Y cuando el camino se estrecha, o el
trazado se torna sinuoso, nos sentamos en el arcén aguardando a la brigada de
ingenieros. No se nos ocurre subirnos a la excavadora. Nos invade el miedo al
fracaso. O simplemente pensamos que no es tarea nuestra. Preferimos lamentar el
retraso en el comienzo de las obras. Creo que algo de eso le pasó a M. No
concebía su viaje por caminos vecinales y, de alguna forma, designó a H como
culpable de la elección de una ruta equivocada.
CONTINUARÁ...
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