Debemos estar a comienzos del noventa y cinco. Una
mañana cualquiera, pongamos que invierno. El día, un martes, por ejemplo. Yo,
en un Seat Ibiza verde, aparcado encima de la acera, calle San Antolín, Murcia.
Motor en ralentí, cuatro intermitentes, cigarrillo humeante en la mano
izquierda. M.A. sale de un portal. Del suyo. Sube al coche. “Buenas” “Buenas”.
Me mira. Saca algo del bolsillo de su camisa. Una cinta de música. La coloca
delante de mis narices. Con autoridad, sin concesiones, como si me estuviera
expulsando del terreno de juego. Tarjeta roja. Pone cara de solemnidad.
“Escucha esto y olvídate de tonterías”. Enciende el radiocasette, introduce la
cinta. “Si alguna vez se me ocurriese montar un puto grupo, tengo claro que
sonaría así”. Guitarras afiladas. Los Cero. El coche baja a la calzada, gira a
la izquierda y se pierde por San Andrés.
Veinticinco años más tarde, M.A. y yo seguimos siendo
amigos. Los tramposos continúan poniendo los dados al comenzar el juego. El
viajero se larga una vez más y nos deja al cuidado de sus gardenias. Los
profetas fallan de nuevo al predecir el diluvio. Veinticinco años después, todo
está igual. Todo está igual en la calle del viento.
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