El 10 de septiembre del año pasado, fallecía Daniel
Johnston. Así, de primeras, es posible que no les afecte mucho la noticia. No
pertenecían a su círculo más íntimo, no le trataban a menudo, no habían
coincidido con él en ningún punto de su vida. Existe la posibilidad incluso de
que no sepan de quién carajo se trataba. Y él tampoco. Quiero decir que Daniel
Johnston no tenía claro quién era realmente. Desde la adolescencia, sufría un
trastorno bipolar severo que le impedía llevar lo que podría considerarse una
vida convencional. Su capacidad para encajar con el entorno presentaba
bastantes lagunas. Pero no estamos aquí por eso. La cuestión es que, más allá
de cuadros clínicos, Johnston era un artista. Un artista genial. En medio de
sus tormentos, o quizás gracias a ellos, era capaz de pintar melodías, de
escribir sonidos, de dibujar poemas… de conmover, de emocionar. A pesar de no
llegar a ser una estrella mediática, su obra tuvo bastante repercusión entre
cierto público, especialmente otros artistas. David Bowie, Tom Waits, Omar Daf
o Kurt Cobain admiraban de forma sincera todas sus creaciones, reconocían la
influencia que sobre ellos había tenido. Y, sin entrar en consideraciones
técnicas, todos coincidían en algo al referirse a Johnston: su genialidad
surgía de la transparencia, de la sinceridad. De ser auténtico. De la inocencia
de no tener miedo a perder. Del miedo a tenerlo todo perdido. ¿Les suena de
algo?
"Enciende tu televisor
y trata de darle un sentido a eso…
Si viviésemos como en una película,
tal vez no estaríamos tan aburridos...
Lo estamos dejando claro,
vivimos nuestras vidas en vano
¿A dónde vamos?
Necesitamos intentarlo,
sobrevivir es un enorme esfuerzo
¿Y a dónde vamos?"
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