Jayden
Carter consiguió el primer premio de la lotería interestatal en diciembre del
noventa y nueve. Poco antes de que las computadoras amenazaran con acabar con
nuestra era. Ochocientos mil dólares de la época. Después de impuestos. Un buen
pellizco.
A las
pocas horas de conocer su suerte, Jayden invitó a cerveza a todo aquel quisiera
acercarse hasta el bar de Austin. Puta locura. Las colas tras la barra todavía se
comentan en el pueblo. Resulta curioso, gente capaz de esperar un par de horas por
conseguir una pinta de cerveza que apenas llega a los dos dólares. Da que pensar
¿no les parece? Apuesto a que si, en lugar de cerveza, Jayden hubiese repartido
bolsas llenas de boñigas de vaca, la expectación habría llegado a ser muy
parecida. Conseguir algo sin tener que entregar nada a cambio, una tentación
demasiado poderosa como para renunciar a ella. Dicen que debajo de eso, del
poder que la palabra “gratis” ejerce sobre nosotros, se encuentra el miedo a
perder en cada una de las decisiones que tomamos. Que nuestro cerebro está
diseñado para sobrevivir en un entorno lleno de fieras hambrientas acechando. Que
durante más de dos millones de años, para el ser humano, elegir una opción
equivocada suponía tener los minutos contados. Y que, aunque con otras formas,
las fieras permanecen ahí afuera. Por eso, de manera inconsciente, continuamos
andando con tiento. Tratando de conservar a salvo el pellejo. O lo que nos
quede de él. Y por eso también, cuando tropezamos con un escenario sin peligro,
nos lanzamos de cabeza a su interior. Aunque esté lleno de mierda.
Unos
días más tarde, con las aguas ya prácticamente en su cauce, me crucé con Jayden
por la avenida Cochran. Conducía un radiante Chevrolet amarillo descapotable.
En Albert Lea. En Minnesota. En diciembre. Abrigado hasta las cejas. Sube,
Harvey, demos un paseo.
- Qué te parece, chico. Quién me
lo iba a decir. Yo que pensaba que mi golpe de suerte se había derretido en
alguno de los deshielos de este maldito pueblo.
- Pues parece que simplemente estaba
esperando su oportunidad.
- La gente me saluda, Harvey.
Levantan la vista y me sonríen, como si se alegraran de verme. Incluso el hijo
de puta del viejo Wilson me llamó para ofrecerme ser su socio en el almacén.
¿Qué te parece?
- Supongo que todo esto forma
parte del proceso. Para el pueblo entero tu premio ha sido un acontecimiento.
- ¿Y tú qué piensas que debo
hacer?
- ¿Con los saludos? ¿O con el
viejo Wilson?
- Con el puto dinero.
- Bueno, supongo que da para bastante
¿no? Ochocientos mil pavos no son cualquier cosa. Puedes permitirte algún
capricho, tapar agujeros, hacer alguna inversión…
-Vete al infierno, Harvey. Para
escuchar eso no necesitaba preguntarte. Me has dado una respuesta de manual. El
reverendo Mc Lennan, Sandy la dealer o el colgado de Adam Sheldom, me hubieran
dicho lo mismo. Pensaba que tú verías más allá, que sabrías leer este tinglado
entre líneas.
- Puede que tus expectativas
conmigo fueran demasiado elevadas.
- ¿Qué harías tú en mi caso?
- ¿Hay algo que desearas hacer?
¿Algo con lo que te hayas quedado pensando en más de una ocasión?
- Siempre quise tener un coche
como este. Y pasarme la vida en Hawai, tostándome en bañador, sin más
preocupación que probar todos los combinados de la carta.
- Ahora eres tú el que está
tirando de tópicos.
- Lo sé. Creo que voy a volverme
loco.
- Dame tu dinero.
- ¿Cómo?
- Si no sabes qué hacer con él,
dámelo a mí.
- ¿Estás borracho?
- Sigue con tu vida como hasta
ahora. Yo lo guardaré a buen recaudo. Cuando tengas claro para qué lo
necesitas, vuelve a por él. Así evitaremos que lo malgastes en estupideces.
Sólo te lo devolveré si te veo convencido de tu proyecto.
- Pero es mi dinero. Quién me
dice que no te largarás con él en cuanto te dé la espalda.
- Nadie te lo dice. Tendrás que
confiar en mí.
- Eres un hijo de puta, Harvey.
- Lo sé.
- Un maldito hijo de puta.
Jayden
Carter se largó del pueblo conduciendo un Chevrolet amarillo descapotable el
quince de enero del año dos mil. Con un juego de maletas recién estrenado y
cincuenta de los grandes en billetes de cien en el doble fondo de alguna de
ellas. El resto del premio, unos setecientos mil dólares, descansan dentro de
una caja de acero bajo las tablas del suelo de mi sótano, junto a una nota de
despedida: Voy en busca de paisajes más
amables. Si no regreso antes de veinte años, prende fuego a los billetes. O haz lo que te parezca con ellos. El
muy cabrón se tomó mi consejo al pie de la letra…
Jayden
no volverá al pueblo, eso es algo bastante evidente. No tengo ni idea de si continúa
vivo o dedica su tiempo al cultivo y abono de flores de malva pero, en cualquiera
de los dos casos, queda claro que no nos echa en falta. Así que cualquier día
de estos tendré que decidir qué hacer con los billetes. Prender la mecha. O
dejarme llevar. Fuego purificador. O jubilación anticipada. Sigo en la duda. En
la eterna duda de siempre. Eres un hijo de puta, Jayden. Un maldito hijo de
puta.
Feliz Navidad.