Veinte años

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Jayden Carter consiguió el primer premio de la lotería interestatal en diciembre del noventa y nueve. Poco antes de que las computadoras amenazaran con acabar con nuestra era. Ochocientos mil dólares de la época. Después de impuestos. Un buen pellizco.

A las pocas horas de conocer su suerte, Jayden invitó a cerveza a todo aquel quisiera acercarse hasta el bar de Austin. Puta locura. Las colas tras la barra todavía se comentan en el pueblo. Resulta curioso, gente capaz de esperar un par de horas por conseguir una pinta de cerveza que apenas llega a los dos dólares. Da que pensar ¿no les parece? Apuesto a que si, en lugar de cerveza, Jayden hubiese repartido bolsas llenas de boñigas de vaca, la expectación habría llegado a ser muy parecida. Conseguir algo sin tener que entregar nada a cambio, una tentación demasiado poderosa como para renunciar a ella. Dicen que debajo de eso, del poder que la palabra “gratis” ejerce sobre nosotros, se encuentra el miedo a perder en cada una de las decisiones que tomamos. Que nuestro cerebro está diseñado para sobrevivir en un entorno lleno de fieras hambrientas acechando. Que durante más de dos millones de años, para el ser humano, elegir una opción equivocada suponía tener los minutos contados. Y que, aunque con otras formas, las fieras permanecen ahí afuera. Por eso, de manera inconsciente, continuamos andando con tiento. Tratando de conservar a salvo el pellejo. O lo que nos quede de él. Y por eso también, cuando tropezamos con un escenario sin peligro, nos lanzamos de cabeza a su interior. Aunque esté lleno de mierda.

Unos días más tarde, con las aguas ya prácticamente en su cauce, me crucé con Jayden por la avenida Cochran. Conducía un radiante Chevrolet amarillo descapotable. En Albert Lea. En Minnesota. En diciembre. Abrigado hasta las cejas. Sube, Harvey, demos un paseo.

-  Qué te parece, chico. Quién me lo iba a decir. Yo que pensaba que mi golpe de suerte se había derretido en alguno de los deshielos de este maldito pueblo.

-   Pues parece que simplemente estaba esperando su oportunidad.

-  La gente me saluda, Harvey. Levantan la vista y me sonríen, como si se alegraran de verme. Incluso el hijo de puta del viejo Wilson me llamó para ofrecerme ser su socio en el almacén. ¿Qué te parece?

-  Supongo que todo esto forma parte del proceso. Para el pueblo entero tu premio ha sido un acontecimiento.

-   ¿Y tú qué piensas que debo hacer?

-   ¿Con los saludos? ¿O con el viejo Wilson?

-   Con el puto dinero.

- Bueno, supongo que da para bastante ¿no? Ochocientos mil pavos no son cualquier cosa. Puedes permitirte algún capricho, tapar agujeros, hacer alguna inversión…

-Vete al infierno, Harvey. Para escuchar eso no necesitaba preguntarte. Me has dado una respuesta de manual. El reverendo Mc Lennan, Sandy la dealer o el colgado de Adam Sheldom, me hubieran dicho lo mismo. Pensaba que tú verías más allá, que sabrías leer este tinglado entre líneas.

-  Puede que tus expectativas conmigo fueran demasiado elevadas.

-   ¿Qué harías tú en mi caso?

- ¿Hay algo que desearas hacer? ¿Algo con lo que te hayas quedado pensando en más de una ocasión?

-   Siempre quise tener un coche como este. Y pasarme la vida en Hawai, tostándome en bañador, sin más preocupación que probar todos los combinados de la carta.

-   Ahora eres tú el que está tirando de tópicos.

-   Lo sé. Creo que voy a volverme loco.

-   Dame tu dinero.

-   ¿Cómo?

-   Si no sabes qué hacer con él, dámelo a mí.

-   ¿Estás borracho?

- Sigue con tu vida como hasta ahora. Yo lo guardaré a buen recaudo. Cuando tengas claro para qué lo necesitas, vuelve a por él. Así evitaremos que lo malgastes en estupideces. Sólo te lo devolveré si te veo convencido de tu proyecto.

- Pero es mi dinero. Quién me dice que no te largarás con él en cuanto te dé la espalda.

-   Nadie te lo dice. Tendrás que confiar en mí.

-   Eres un hijo de puta, Harvey.

-   Lo sé.

-   Un maldito hijo de puta.

Jayden Carter se largó del pueblo conduciendo un Chevrolet amarillo descapotable el quince de enero del año dos mil. Con un juego de maletas recién estrenado y cincuenta de los grandes en billetes de cien en el doble fondo de alguna de ellas. El resto del premio, unos setecientos mil dólares, descansan dentro de una caja de acero bajo las tablas del suelo de mi sótano, junto a una nota de despedida: Voy en busca de paisajes más amables. Si no regreso antes de veinte años, prende fuego a los billetes. O haz lo que te parezca con ellos. El muy cabrón se tomó mi consejo al pie de la letra…

Jayden no volverá al pueblo, eso es algo bastante evidente. No tengo ni idea de si continúa vivo o dedica su tiempo al cultivo y abono de flores de malva pero, en cualquiera de los dos casos, queda claro que no nos echa en falta. Así que cualquier día de estos tendré que decidir qué hacer con los billetes. Prender la mecha. O dejarme llevar. Fuego purificador. O jubilación anticipada. Sigo en la duda. En la eterna duda de siempre. Eres un hijo de puta, Jayden. Un maldito hijo de puta.

Feliz Navidad.

Un lugar al que querer volver

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Cada día, a las cuatro de la mañana exactas, los barcos de pesca de Holly Town sueltan amarras y buscan la salida del puerto. En una especie de ritual, sus motores rompen el silencio y dejan flotando en el aire un firme juramento de que esa partida es temporal, de que regresarán sanos y salvos. En pocos minutos, los muelles quedan desiertos, tan solo con gaviotas contemplando la escena desde lo alto del faro, seguras de que, en unas horas, esos mismos barcos les servirán en bandeja un rastro de presas fáciles que llevarse al gaznate. En las noches de verano, el rumor de la flota se cuela por las ventanas abiertas. Te mece entre las sábanas y despierta a los gallos que comandan las casas de la huerta.

El barrio de pescadores de Holly Town es un mosaico de colores. Cada casa está pintada de manera diferente. Es posible distinguirlas a una distancia considerable y los tripulantes se alejan sabiendo el punto exacto donde esperarán su vuelta. Roy Stillman vive en una de esas casas. A lo largo de su vida, ha pasado más tiempo flotando en el agua que con los pies en tierra firme. Dice que, a pesar de todo, de navegar cada día con un rumbo diferente, es importante tener un lugar al que querer volver. Una especie de meta. Eso ayuda a que aprietes los dientes en días de tormenta. O que espantes de tu cabeza la idea de dejarte llevar mar adentro. Sí, es bueno que alguien te espere, dice Roy. Aunque ese alguien sea sólo una maldita cerradura.

Quedan apenas unos días para regresar a Albert Lea. Para volver a calzar zapatos y retomar la rutina. Roy me espera mañana para despachar nuestra última cerveza. Contará otra vez la historia de las casas de colores. Del día que pensó que acabaría con sus huesos en el fondo del océano. De cómo preparar un guiso marinero. De la llegada de los primeros colonos. Hablará de ello como si fuera la primera vez que lo cuenta. Y yo le escucharé convencido de que nunca antes lo había hecho.

La familia

Carmen recibe una llamada de su yerno Samuel. Daniela ha desaparecido sin dejar rastro. En estos momentos, lo más importante es estar unidos. Apoyarse. Ser una familia.

En Tío Fred Producciones nos gustan las historias, la fotografía, la música, el cine, la poesía, el teatro... y las cervezas, claro, las cervezas también. Todo lo que no nos hará ricos, vaya. Pero lo pasamos en grande. Y, a partir de ahora, esperamos compartirlo con vosotros. Aquí tenéis nuestra puesta de largo.


Actriz: Manuela Sevilla Moreno

Guion original: Javier Tortosa

Sonido: John David Babyack Hernández

Ayudante realización: Salvador Espín Hernández

Ayudante de producción: Carmen González

Dirección y realización: Pedro Ruiz


Cuestión de fe

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Veo la portada del Daily City, con la nave Perseverance posada sobre la superficie de Marte, y pienso que esa foto la podría haber hecho yo, con algún juguete de mis hijos, en cualquier paisaje desolado junto a una carretera secundaria de Arizona o de Nuevo México. Sé que algunos de ustedes se echarán las manos a la cabeza, que pensarán que soy un tarado. Probablemente ya me hayan metido en el saco de los conspiranoicos. Pero en el fondo saben que tengo razón. Es la misma historia de siempre. Desde el famoso Big Bang. Da igual quien represente el papel de narrador. Al final, siempre es necesario tener un punto de fe en lo que nos cuentan. De querer creer en el relato. De aparcar las preguntas para más adelante. Austin dice que, en realidad, no sabemos nada. Ni nosotros, ni nadie. Que la única diferencia es que unos pocos son conscientes de ello y el resto nunca se lo ha planteado. Antes la gente sí tenía algunas certezas, dice Austin. Mi padre sabía de qué madera estaba hecha la mesa sobre la que comía. Él mismo fue al bosque a cortar el árbol para fabricarla. Y podía decirte el nombre de cada una de las piezas del motor de su vieja furgoneta. Mi abuelo destilaba en su granero el licor que lo llevó a la tumba. Eran otros tiempos, chico. La gente conocía cada palmo del terreno por el que pisaba. Ahora no sabemos ni de qué está hecho el maldito pan que nos llevamos a la boca. Confiamos, confiamos, confiamos en lo que nos dicen. Unos días, una cosa. Al siguiente, la contraria. El Universo ha dejado de ser infinito y cabe en el puto terminal que llevas en el bolsillo. Eso dice Austin. Y yo no sé si quiero creer o cuestionar lo que le escucho. Pero miro la fotografía del Daily y no puedo evitar pensar en ello.

Soltar amarras

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Que tu padre fuese un mito es un arma de doble filo. Bien gestionado, puede abrirte muchas puertas. Mal digerido, te concede un pasaporte seguro a la tumba. No es necesario explicar esto, la Historia descansa llena de ejemplos de lo que digo. Alcanzar la cima está al alcance de unos pocos y la genética puede echarte una mano, pero resulta bastante complicado conseguir la réplica exacta de un milagro. Obstinarte en llegar donde otros lo hicieron es un error, una hoja de ruta destinada al fracaso. Dejar nuestras propias huellas, disfrutar del trayecto y parar de vez en cuando a observar el camino recorrido suele dar mejores resultados. Algo así debió pensar Rossane. Jonnhy sólo había uno. Cualquier intento de estar a su altura le hubiese conducido al precipicio. Así que decidió soltar amarras. Afinar la guitarra con sus propias manos. E intentarlo hasta que le sangrara la yema de los dedos. Sí, algo así debió pensar Rossane. Y no le ha ido mal del todo.

El último home run

No tengo claro la cabeza de la que salió aquella ocurrencia. Tampoco es que eso tenga demasiada importancia. Cualquiera de nosotros pudo haber sido. Cualquiera de los allí presentes tenía dotes para ello. Sí recuerdo que aquel domingo había partido, y que a las nueve de la mañana nos esperaban en el campo de béisbol. Y que estábamos a punto de consumar el descenso de categoría. A la última categoría para ser exactos. En realidad, no habíamos ganado ni un solo encuentro en toda la temporada, apenas unas cuantas carreras y un par de míseros home runs. La cosa se estaba poniendo tensa con el patrocinador del equipo, habíamos dejado de movernos en un plano meramente deportivo y andábamos cerca de convertir aquello en una cuestión de supervivencia. De supervivencia deportiva, quiero decir. Por este motivo, la idea de ese fin de semana era sacar a relucir nuestro perfil de chicos buenos. Pasar la tarde del sábado tomando algunas cervezas y recogerse temprano para afrontar el partido del día siguiente en plenas facultades. Bueno, plenas, ya me entienden. Si se paran a analizarlo, verán que se trataba de una estrategia bastante simple. De apenas dos o tres puntos clave. A+B=C. Pero, visto lo visto, es posible que no fuera así exactamente, que después de todo no resultara un proceso tan sencillo de asimilar. Digo esto porque, desviándonos por completo del plan concebido, aquella tarde se convirtió en noche, la noche en madrugada, y la madrugada en un frío y callejero amanecer. Las cervezas fueron cayendo, las risas y el humo inundaron el ambiente, los licores de trago largo se abrieron paso entre nosotros sin ningún atisbo de resistencia. Como tantas otras veces, las horas transcurrieron en apenas unos cuantos segundos y, antes de que pudiéramos darnos cuenta, estábamos siendo invitados a abandonar el último local abierto en el pueblo. Nos servimos una copa de cierre para hacer más llevadero el camino de vuelta y tomamos la Avenida Cochran que debería haberse encargado de repartirnos hacia nuestros respectivos hogares. Pero supongo que a estas alturas ya imaginarán que los acontecimientos no sucedieron de esa manera. Están en lo cierto. Justo al pasar por delante, alguien tuvo una ocurrencia. Una estupenda ocurrencia. Y todos le seguimos sin poner objeción alguna. En apenas un par de minutos, nuestros traseros se posaban en el suelo de lo que algún tiempo atrás debió ser el hall de entrada de aquel caserón abandonado. Rodeados de telarañas, apalancados sobre una alfombra de polvo de varios centímetros de grosor, con la copa en una mano y el encendedor en la otra para evitar sumirnos en la más completa oscuridad. Balanceándonos de manera inconsciente, mirando nuestras caras iluminadas por las llamas y charlando seriamente sobre la táctica que deberíamos seguir sobre el campo en menos de tres horas. Actuando como si lo estuviéramos haciendo en una mesa cualquiera del bar de Austin, con la naturalidad para bracear en lo absurdo que proporcionan unas dosis adecuadas de etanol en sangre. Debatimos, argumentamos, convinimos… y, en un momento dado, de manera prácticamente simultánea, nos quedamos todos dormidos. Con la misma postura erguida. Manteniendo el círculo que habíamos formado. Como captados en una fotografía. Así permanecimos hasta que las primeras luces comenzaron a colarse por las ventanas. A partir de ahí, fuimos despertando todos de manera simultánea, a cámara lenta, observándonos con cierta sorpresa, esperando que alguien rompiera el silencio y dijera cualquier cosa que nos devolviese a la realidad. Pero nadie abrió la boca. Nos fuimos levantado poco a poco y consideramos concluida aquella estúpida incursión. Ya estaba bien por esa noche. Tocaba volver a casa, quitarnos de encima la manta de polvo rancio, y tratar de llegar al partido antes de que se cumpliera la hora de su inicio. Sin llegar a decirlo, todos asumimos que ese era el punto y final de la noche de sábado. Aunque no todos pensábamos así. Alguien no lo tenía tan claro. Danny Di Hernie continuaba sentado en el suelo. Dejadme, voy a descansar aquí hasta la hora del partido, estaré bien, me encuentro a gusto, no os preocupéis por mí. Necesito este momento. En serio, estaré bien... Nos miramos. Le miramos a él. Ninguno se sorprendió lo más mínimo. Ninguno hizo nada por disuadirlo. Todo estaba en orden. Nos pareció adecuado el razonamiento. Y allí lo dejamos sin cuestionar su decisión. Con toda la casa para él solo. Disfrutando su momento. Feliz.

El resto de la historia carece de importancia.  El resultado del partido. Los vómitos sobre el terreno de juego. Las autolesiones de varios integrantes del equipo. El fastidio e incredulidad de los rivales ante el espectáculo al que estaban asistiendo. Nuestro último home run. La retirada del patrocinio. La disolución del equipo. Efectivamente, el resto de la historia carece de importancia…

Esperando conformidad

A finales de diciembre del setenta y nueve, un par de días después de comenzar las vacaciones de Navidad, el viejo Harvey me llevó a las inmediaciones del lago Anne Lou Queenie, cerca del parque nacional de Shakopee. Retiramos nuestras mantas cuando las primeras luces todavía no acariciaban los tejados, con el único sonido en el aire de algún grillo despistado agonizando desde su madriguera. Mamá Hanna y Mary Wave dormían a pierna suelta mientras, afuera, la totalidad del paisaje descansaba bajo una fina capa de escarcha traslúcida. Preparamos la intendencia necesaria procurando hacer el mínimo ruido, dibujando una sonrisa nerviosa cada vez que coincidían nuestras miradas. Sin un alma en la calle, antes de que hubiese amanecido, doblábamos la esquina de casa de los Abbot, rumbo a la carretera que nos llevaría hasta la interestatal.

El día iba creciendo a medida que apurábamos el asfalto y, a pesar de lo indecente de la hora, no tuve ningún problema en permanecer despierto a lo largo de todo el trayecto. Nuestro viejo Mustang abriéndose paso por la carretera, los diferentes juegos de sombras que la luz del sol dibujaba atravesando las nubes, el locutor en la emisora comentando las próximas nevadas, el sonido de fondo del motor como una plataforma sostenida... cada detalle me parecía definitivamente mágico.

Llegamos al paraje pasadas las nueve y anduvimos algunas horas explorando la zona. El viejo Harvey intentó diversas actividades de supervivencia, tratando de trasladarme una imagen de experto conocedor del medio campestre. Comimos nuestros emparedados. Emprendimos el viaje de vuelta.

El lago Anne Lou Queenie no tiene nada que pueda convertirlo en especial. Nada que justifique las doscientas millas de ida y otras tantas de vuelta que requiere llegar allí desde nuestro pueblo. Agua, árboles gigantes y aire fresco son cosas que en Albert Lea tenemos en cantidades tales que no somos capaces de apreciar. Lo único que podría considerarse destacable del entorno es una zona, en la parte norte, donde, a poco que te esfuerces, consigues encontrar infinidad de fósiles sobre el terreno. Conchas gigantes petrificadas. Huesos de criaturas ancestrales. O vayan a saber qué. Tienes que echarle algo de imaginación, eso sí, pero para un niño puede resultar un juego bastante divertido. Para un niño de mi generación, al menos. Los que estudiábamos pre-tecnología en el colegio.

Pienso en todo esto viendo dinosaurios japoneses en televisión junto al pequeño Gavin y me pregunto qué recuerdos tendrá él dentro de cuarenta años. Qué le quedará de todos estos momentos. Es complicado saberlo. Determinadas cosas que consideramos sin trascendencia se nos presentan de forma recurrente a lo largo de nuestra vida. Otras más importantes las olvidamos intactas en los últimos cajones. ¿Me creerán si les digo que tengo recientes algunas fiestas de cumpleaños de una sola cifra? Y, sin embargo, no consigo ver con claridad muchas escenas vividas en la época universitaria. Inescrutable. Aunque es posible que esto último tenga una explicación mucho menos misteriosa…

El caso es que los viajes en coche con el viejo Harvey ocupan un lugar preferente en mi memoria. No por el destino al que nos dirigiéramos, eso carecía de importancia, sino por el simple hecho de estar ahí. Los dos. En silencio. Sin necesidad de nada. Hay evidencia empírica de que siempre me encantó moverme en coche con mi padre. Dice mamá Hanna que, de bebé, no encontraban otra manera de conseguir dormirme. Y que no era extraño ver a los dos Harveys, montados en la furgoneta del abuelo Ralph, dando vueltas por el pueblo a las tantas de la madrugada. Los motivos de esta querencia se pierden en lo desconocido, pendientes de diagnóstico. Alguna tara genética. Qué sé yo.

Nuestra sesera juega con las cartas marcadas. Hace y deshace a su libre albedrío. Parte y reparte con ventaja de ganador. Las imágenes, los olores, los sucesos, permanecen en ella según algún tipo de conveniencia que desconocemos. A partir de un hecho concreto, sazona, añade ingredientes y cocina la mezcla a un ritmo lento y pausado. Y tras el reposo correspondiente, surgen los recuerdos. Como una tarjeta de felicitación inesperada. Como un telegrama con emisor desconocido.

Cuenta Pharell Raini, el jefe de la oficina de correos, que cada año se destruyen cientos de miles de cartas con dirección equivocada. Ni encuentran destinatario, ni tampoco hay forma de retornarlas al remitente. Nadie las reclama. Nadie las echa en falta. Quedan en una especie de limbo postal. En medio de ningún lado. En el saco roto de las buenas o las malas noticias. No sé, pensarán que estoy tarado pero, quién sabe, se me ocurre que algo así suceda con los recuerdos. Con los que todavía no tenemos, me refiero. ¿Se imaginan? Estampas haciendo tiempo. Viñetas tomando un trago. Esbozos pidiendo turno. Esperando conformidad…




What a time to be alive...

No importa cuánto se alargue el día. Ni el momento en el que tengas previsto guardar tus viejas camisetas. Agosto transcurre siempre a cámara lenta. Y al mismo tiempo, se va perdiendo de vista a ritmo acelerado. Sí, ya sé, no suena demasiado coherente. Pero, qué quieren, a ciertas alturas, uno comienza a sentir que puede permitirse determinadas licencias. Ser contradictorio. Dar algunos trazos en falso. 

Buceo entre noticias infectadas y me llegan sospechas de que, más que soluciones, lo que realmente puede salvarnos es encontrar un buen culpable. Una alfombra tupida bajo la que almacenar escombros. Un pianista al que llenar de plomo cada noche, justo antes de abandonar la sala.

El valiente matador entra en pánico y compra espinillas en el mercado negro. El oráculo cambia de dealer y, tras un mal viaje, decide segmentar con mimo todas sus predicciones. Justin Townes Earle ya no campa al otro lado del charco y a pocos parece importarle. Aún así, nos sigue llegando el eco de sus rasgados. El tintineo del hielo en su vaso. El sonido de sus neumáticos entrando en Memphis... What a time to be alive.

La calle del viento

Debemos estar a comienzos del noventa y cinco. Una mañana cualquiera, pongamos que invierno. El día, un martes, por ejemplo. Yo, en un Seat Ibiza verde, aparcado encima de la acera, calle San Antolín, Murcia. Motor en ralentí, cuatro intermitentes, cigarrillo humeante en la mano izquierda. M.A. sale de un portal. Del suyo. Sube al coche. “Buenas” “Buenas”. Me mira. Saca algo del bolsillo de su camisa. Una cinta de música. La coloca delante de mis narices. Con autoridad, sin concesiones, como si me estuviera expulsando del terreno de juego. Tarjeta roja. Pone cara de solemnidad. “Escucha esto y olvídate de tonterías”. Enciende el radiocasette, introduce la cinta. “Si alguna vez se me ocurriese montar un puto grupo, tengo claro que sonaría así”. Guitarras afiladas. Los Cero. El coche baja a la calzada, gira a la izquierda y se pierde por San Andrés.

Veinticinco años más tarde, M.A. y yo seguimos siendo amigos. Los tramposos continúan poniendo los dados al comenzar el juego. El viajero se larga una vez más y nos deja al cuidado de sus gardenias. Los profetas fallan de nuevo al predecir el diluvio. Veinticinco años después, todo está igual. Todo está igual en la calle del viento.

La vida en vano

El 10 de septiembre del año pasado, fallecía Daniel Johnston. Así, de primeras, es posible que no les afecte mucho la noticia. No pertenecían a su círculo más íntimo, no le trataban a menudo, no habían coincidido con él en ningún punto de su vida. Existe la posibilidad incluso de que no sepan de quién carajo se trataba. Y él tampoco. Quiero decir que Daniel Johnston no tenía claro quién era realmente. Desde la adolescencia, sufría un trastorno bipolar severo que le impedía llevar lo que podría considerarse una vida convencional. Su capacidad para encajar con el entorno presentaba bastantes lagunas. Pero no estamos aquí por eso. La cuestión es que, más allá de cuadros clínicos, Johnston era un artista. Un artista genial. En medio de sus tormentos, o quizás gracias a ellos, era capaz de pintar melodías, de escribir sonidos, de dibujar poemas… de conmover, de emocionar. A pesar de no llegar a ser una estrella mediática, su obra tuvo bastante repercusión entre cierto público, especialmente otros artistas. David Bowie, Tom Waits, Omar Daf o Kurt Cobain admiraban de forma sincera todas sus creaciones, reconocían la influencia que sobre ellos había tenido. Y, sin entrar en consideraciones técnicas, todos coincidían en algo al referirse a Johnston: su genialidad surgía de la transparencia, de la sinceridad. De ser auténtico. De la inocencia de no tener miedo a perder. Del miedo a tenerlo todo perdido. ¿Les suena de algo?

"Enciende tu televisor
y trata de darle un sentido a eso…
Si viviésemos como en una película,
tal vez no estaríamos tan aburridos...

Lo estamos dejando claro,
vivimos nuestras vidas en vano
¿A dónde vamos?
Necesitamos intentarlo,
sobrevivir es un enorme esfuerzo
¿Y a dónde vamos?" 

Resistentes

Pocas cosas sobrecogen más que ver amanecer desde un hospital. A través del cristal doble, la ciudad se muestra lejana. Irreal. Inalcanzable. Las farolas bostezan con bruma. Los bares reparten raciones de vida. Los semáforos escupen en morse.

cabezas sonámbulas
hormigas
inconscientes
de lo que están haciendo
de lo que sucede alrededor

¿tenéis problemas?
Entrad
entrad aquí
entrad aquí…

¿Recuerdas esta misma planta? Hace poco más de un año, pintaron bastos. Llegamos con un frasco de miel. Y lo cambiaron por un brebaje amargo. Fin. Adiós. Eso creímos al hacer la maleta, eso pensamos al salir por la puerta. Pero tú no, tú tenías otros planes. Tú aprovechabas la ocasión para coger impulso...

Miro a través del cristal doble. El sol se despereza. Duermes. Voy a decirte una cosa, creo que debes saberlo. En esta habitación, no encontrarás triunfadores. Ni cabezas bien amuebladas. Estás rodeado de tarados, de duros de mollera, de testarudos. De nadadores corriente arriba. De... pero qué estoy diciendo...

a ti... precisamente a ti...

a ti...

qué diablos voy yo a contarte…


Aunque tu no lo sepas

A pesar de que mucha gente relaciona "Aunque tú no lo sepas" con Enrique Urquijo, en realidad, el tema es una canción que Quique González escribió para él, inspirándose en un poema de Luis García Montero. A partir de entonces, poeta y artista han venido forjando una entrañable amistad, amistad que se fundamenta en una profunda admiración mutua (¿es posible querer a alguien sin admirarle?). Durante bastante tiempo, Quique ha estado detrás de poner música a los poemas de García Montero pero, al final, el más veterano se le ha adelantado y ha conseguido llevarse el gato al agua, escribiendo las letras para su último disco. El 14 de enero, en el Circo Price de Madrid, los dos coincidieron sobre las tablas. Sucedió esto. Pura magia.

Pu-ra-ma-gia...
 

Navidad con Auggie Wren.

Auggie Wren y yo cruzamos nuestros caminos hace ahora casi un año, la víspera de Navidad, atrapados en la zona de embarque del aeropuerto de Boston. Yo me disponía a emprender el viaje vuelta a casa una vez concluidas las evaluaciones del semestre en la Universidad. Él, por su parte, regresaba a Nueva York después de no recuerdo muy bien qué serie de gestiones personales. El viento y la lluvia que arreciaban en el exterior tenían la intención de dejarnos incomunicados toda la noche y Auggie debió de sentir verdadera lástima al verme de pie, totalmente abatido, con la bandeja de la cena en las manos, dedicado a la tarea imposible de encontrar un hueco libre en la única cafetería abierta del Logan International. Levantó la mano y me hizo un gesto, invitándome a tomar asiento en su mesa. Mi cara de pasmo no le pasó desapercibida.

-   Reacciona, chico. Cualquiera diría que has visto un fantasma.
-  Lo siento, Auggie, no esperaba…
- ¿La tormenta? Yo tampoco –me interrumpió sonriendo.
-  … no esperaba encontrarte aquí.
- Bueno, teniendo en cuenta qué día es mañana, no se me ocurre un mejor momento para conocernos ¿no te parece?

Tengo dudas de si les he hablado alguna vez de Auggie Wren. Un tipo corriente, metro setenta y poco, blanco, pelo castaño oscuro, rondará los sesenta. Dependiente de un estanco en la Dieciséis con Prospect Park West, en Brooklyn, soltero y solitario, su tiempo transcurre mayormente entre la tienda, un apartamento alquilado en la calle Lincoln y el Double Windsor, donde acude siempre que puede a tomar un trago y sufrir con resignación los partidos de los Mets. No hay nada en apariencia que pudiera concederle algún interés fuera de lo común. A simple vista, su vida y milagros despertarían el mismo entusiasmo que la sección de filatelia en las páginas amarillas. Pero esto no es así.

- ¿Tú lo haces, Harvey?
- ¿Si lo hago? ¿El qué?
-  Fijarte en los detalles, tomarte tu tiempo.
-  Bueno, lo intento, aunque supongo que bastante menos de lo que debería.
- Mira toda esta gente, están impacientes. Por salir, por llegar, por volver a salir… es un poco desconcertante ¿no crees? ¿qué sentido tiene?
- No sabría que decirte, imagino que intentamos abarcar más de lo que podemos. Queremos hacer demasiadas cosas al mismo tiempo.
-  No creo que se trate de eso.
-   Entonces…
-  El problema es que andamos bastante perdidos.
-  ¿Perdidos?
-  Sí, persiguiendo metas sin saber cuáles son, ni dónde diablos se encuentran. Nos pasamos la vida husmeando un rastro, yendo de un lugar a otro para no llegar realmente a ninguna parte.
- ¿Eso piensas?
-  ¿Tú no?
- No sé, nunca me lo había planteado. Lo que dices suena estupendo sobre el papel pero…
-  ¿Pero?
- … pero la mayor parte de las veces las circunstancias no te permiten marcar el rumbo.
-  Las urgencias…
-  Exacto.
-  Pero si lo inmediato invade nuestro tiempo ¿dónde queda lo importante?
- ¿Y qué es lo importante, Auggie?
-  Buena pregunta…

Auggie Wren encierra unas cuantas historias, todas ellas fascinantes, pero hay una que destaca sobre las demás. Desde hace casi cuarenta años, cada día, a las ocho treinta en punto de la mañana, Auggie coloca su cámara de fotos sobre un trípode, justo en la misma baldosa, frente a la puerta del estanco, aguarda a que las manecillas se ajusten a la posición exacta y… click, dispara una fotografía. En blanco y negro, analógica, clásica. Cuando están completos, revela él mismo los carretes y conserva las copias archivadas en álbumes, con la fecha del día anotada al pie de cada foto. Después, los repasa lentamente, deteniéndose en cada imagen, reparando en las semejanzas y descubriendo con emoción las diferencias. Donde otros pasan de puntillas, él enfoca toda su atención. Vaya un tarado, pensará la mayoría de ustedes. Y a simple vista podría parecerlo. Sin embargo, cuando te explica la razón de ello, cuando consigue hacerte ver más allá de las cifras, tienes claro que, sin lugar a dudas, todo eso que hace tiene un significado. Aquella noche, rodeados de maletas y viajeros somnolientos, pude comprobar lo que les digo.

-  Mañana no podrás disparar tu foto.
-  Maldita tormenta del diablo…
-  ¿No puedes pedirle a alguien que lo haga? A Paul, por ejemplo.
- Si lo hace otro ya no tiene sentido, Harvey. Tengo que ser yo, tengo que estar allí en ese preciso momento. No… prefiero dejar un hueco en blanco en el álbum. Pensándolo bien, eso me hará recordar esta noche, aquí, charlando contigo. No todo son malas noticias ¿no te parece?
-  ¿Sabes que llegué a odiarte durante algún tiempo?
-  ¿Odiarme?
- Sí, por tu historia de Navidad. Por habérsela contado a Paul antes que a mí. Ya, lo sé, suena bastante estúpido. Pero hubiese dado cualquier cosa por haber sido yo quien la escribiera.
-  Ese cuento era suyo, Harvey, estaba destinado para él. Llevaba su nombre en el sobre sin necesidad de haberlo impreso. Esa es la razón de que supiera sacar todo lo que había dentro. De que lograra darle la forma perfecta. Yo le regalé una roca, y Paul la convirtió en el maldito David de Miguel Ángel.
- Tienes razón. No era más que un pensamiento estúpido, no me hagas demasiado caso…
- Oh, no te disculpes, chico. Estamos entre amigos ¿no es así? ¿qué sería de nosotros si no pudiésemos ser sinceros con nuestros propios amigos?
-  Acabaríamos mintiéndonos a nosotros mismos.
-  Correcto.
-  Hablando de sinceridad…
-  Jajaja… dispara.
-  Robert Goodwin, la abuela Ethel, la cámara de fotos… ¿todo eso sucedió realmente?
-  Vaya… ¿de verdad quieres saberlo?
-  Claro ¿por qué iba a preguntarlo si no?
- ¿Tú qué piensas?
- ¿Yo?
-  Sí, tú ¿crees que es cierto?
- No sé… por una parte es bastante factible… pero…
-  … pero por otra te parece que todo encaja demasiado perfecto.
-  Algo así.
-  Te lo diré de otro modo ¿tú quieres que sea cierto?
-  … supongo que sí.
-  Pues ahí tienes tu respuesta.

A mitad de noche cesó la tormenta. Las primeras horas de la mañana sirvieron para despejar las pistas e ir dando salida a todos los vuelos cancelados. El Logan fue recobrando su funcionamiento. Nosotros permanecimos charlando hasta casi las diez, momento en el que anunciaron mi puerta de embarque. Me acompañó hasta donde ya no le permitieron continuar y nos quedamos allí parados frente a frente, mirándonos a los ojos, con media sonrisa de felicidad dibujada en nuestros rostros. Guardamos silencio unos segundos.

- Feliz Navidad, Auggie.
- Feliz Navidad, Harvey.

El abrazo de despedida tuvo sabor añejo. A camarada. A viejo amigo. Y al saludarle de nuevo, justo antes de enfilar el pasillo hacia el avión, supe que no volveríamos a vernos. Que, con el paso del tiempo, recordaría esa noche escondida entre brumas, sin tener la convicción de haberla vivido realmente, sin estar seguro de que todo aquello hubiese llegado a suceder. Me acomodé en mi asiento y no tardé en caer dormido. Antes de eso, prometí firmemente ir algún día a la esquina de la Dieciséis con Prospect Park West, en Brooklyn. A las 8.30 de la mañana.

Poesía

Antonio vino al mundo a finales del siglo XIX. A un mundo en el que, para la mayor parte de la gente, aquello que no contribuyera estrictamente a su supervivencia carecía de significado. En el que todos a su alrededor deambulaban con el único propósito de alcanzar el jergón al final de cada jornada. Como tantos otros, Antonio nunca fue a la escuela. Apenas sabía leer y escribir. No conocía a los grandes escritores, ni clásicos, ni contemporáneos. Nadie le había explicado la naturaleza inmortal de las obras de arte, ni el sentido que conferían a la existencia las diferentes escuelas filosóficas. Trabajaba de sol a sol, no tenía apenas tiempo de reparar en nada y, a pesar de ello, sentía que se estaba perdiendo algo, que la vida tenía que ir más allá de aquella sucesión de horas procesadas en serie.

En un momento dado, Antonio entabló amistad con Mauro, el encargado de la fábrica donde trabajaba. Las conversaciones que mantenían en los trayectos de vuelta a casa se convirtieron en el mejor momento del día para ambos. Mauro, maestro durante un largo periodo de su vida, contaba con una gran cantidad de libros y se ofreció a ir prestándoselos poco a poco. Con ellos, Antonio aprendió realmente a leer. Y también con ellos, sintió la necesidad de comenzar a escribir, a dejar constancia de su forma de ver las cosas, de sentir el mundo. Sin normas, sin reglas, sin directrices, fue acumulando textos en papeles, cartones, agendas desechadas... Un día, ya jubilado, se los mostró a Mauro y este le animó a recoger sus preferidos en una especie de antología. Antonio consultó con una editorial, pero ni siquiera pudo plantearse llegar a cubrir ese coste. Su amigo le consiguió una máquina de escribir prestada y él se encomendó a la tarea de mecanografiar los escritos por su cuenta. Ya había abandonado la idea de la publicación cuando, una mañana, en el buzón de su casa, encontró un sobre con una pequeña cantidad de dinero y una nota: “para que esta amistad se mantenga viva, incluso después de habernos marchado”. Con aquel dinero, Antonio encuadernó los textos y les dio forma de libro. Un libro humilde, sin título, sin que su autor apareciese en la portada. Un libro donde estaba recogida toda su vida. Sesenta años después, ese libro descansa en el lugar que se merece. Entre Carver y Federico, compartiendo espacio con Bukowski, Cortázar, García Montero, Eduardo Mendoza o Antón Chéjov.

Antonio era mi bisabuelo. Antonio era poeta.






Acero y almíbar.

Pincha antes de comenzar a leer

Yo me encontraba en Minneapolis, en plena clase, enfrascado en un divertido debate con varios de los alumnos. El viejo tema de Carver, su editor y todo ese rollo. Le estaban regalando estopa de la buena. Resulta curioso ver la arrogancia que la juventud se gasta con los adultos. La realidad se presenta extremadamente simple a ciertas edades. Estás con los buenos o estás con los malos, conmigo o contra mí, fuera o dentro, a la derecha o a la izquierda. Me pregunto en qué momento comenzamos a cubrirnos con el manto de la relatividad. A utilizar palabras como depende, quizás, no exactamente. Supongo que a la misma altura en la que el tiempo inicia su maldita fuga hacia ninguna parte. Pero decía que estaba en mitad de una clase cuando el señor Highflyn abrió la puerta y me entregó el aviso. Mi teléfono, como de costumbre, descansaba en silencio, así que Margaret tuvo que regresar al siglo veinte y llamar a la secretaría del centro para establecer contacto. Se trataba de Gavin. Había decidido que era el momento. No cabían más contemplaciones, estaba dispuesto a no esperar ni un segundo más. Dejé a los alumnos despellejando al bueno de Raymond, recogí mis cosas y salí disparado. 

No deja de tener gracia lo preocupados que andamos intentando controlarlo todo, planificar hasta el último detalle, como si realmente tuviéramos algún poder de decisión sobre el devenir de los acontecimientos. De qué demonios sirve tratar de anticiparse a nada si no tenemos ni idea de lo que nos espera al dar el siguiente paso. Inescrutables. Reflexionaba sobre esto durante el trayecto de vuelta hacia Albert Lea, al tiempo que maldecía mi ocurrencia de aceptar impartir aquel curso y rezaba para no encontrarme con algún accidente, una tormenta imprevista o cualquier ciervo despistado decidido a explorar la otra orilla de la autopista. Gavin se había estado demorando de forma considerable y, a la hora de la verdad, decidió que prefería llegar antes de tiempo. En ese momento todavía no éramos conscientes pero, con la perspectiva de los meses, me doy cuenta de que aquello era una clara señal de cómo nos las iba a gastar en el futuro.

A estas alturas, imagino que la mayoría de ustedes conoce la historia del pequeño Gavin. De su tortuoso camino, de las emboscadas, lobos hambrientos y campos de minas que tuvo que sortear hasta llegar a la casa. Fácil no es una palabra que se pueda encontrar en su diccionario. Tampoco pretendo decir que esto sea nada único y excepcional, tengo claro que a cada minuto acontecen historias similares. No se trata de ser el maldito ombligo del mundo, pero sí de evidenciar que Gavin necesitó hacerse valer antes incluso de haber nacido. Su capacidad para encajar los golpes se puso a prueba previamente a la de llevar oxígeno hasta los pulmones. Llegó curtido de serie. Digo esto porque creo que es parte importante de que Gavin sea como es, de su actitud ante lo que se va encontrando en el camino. El enano vino con la lección bien aprendida, tuvo claro desde el primer momento que debía luchar a muerte por cada palmo de terreno. Por las buenas. O por las malas.

Voy camino de Minneapolis, realizando el trayecto inverso al de aquella tarde. Ahora mismo, estoy parado en la carretera, esperando a que la policía comunique si la tormenta de nieve permitirá seguir avanzando. La misma jodida incertidumbre de la que hablábamos. El caso es que me han venido a la mente unos cuantos recuerdos y no he podido evitar la sonrisa. Ya lo he dicho en alguna ocasión, Gavin es un resistente, un cabezota, un pequeño tipo duro. He perdido la cuenta de las veces que se ha topado con el suelo, de los golpes que lleva, de los cardenales que adornan su frente de forma casi perenne. Nada de eso le detiene. Después de cada tropiezo, apenas gasta unos segundos en lamerse las heridas. Está hecho de una pasta especial, sin duda. Supongo que eso es bueno, que le vendrá bien cuando tenga que bregar y no haya nadie para sacarle las castañas. Sin embargo, lo que más le envidio es otra cosa. Debajo de su armadura, de ese empaque excepcional, de ese genio imponente, hierve un océano de entusiasmo. Disfrutar de cada segundo, tener claro que todo es un regalo, ahí está la clave de llegar a entender este tinglado. Y cuanto antes lo pongamos en práctica, menos preguntas estúpidas tendremos que respondernos.

Acero y almíbar. Ese es Gavin Townshend. Dos años de puñetazos sobre la mesa, de cosas claras y tonterías, las justas. De risas contagiosas. De complicidad. De desvergüenza. Pasan por mi izquierda las máquinas quitanieves. La tormenta arrecia, fallaron las previsiones. Es bastante probable que pasemos aquí la noche. Al infierno los planes de las próximas doce horas ¿ven lo que quería decirles? No importa. Quién sabe, quizás haya un motivo para esto. Para estar aquí parado, quiero decir. Sin cobertura en la radio ni en el teléfono, con el único sonido de la ventisca como banda sonora. Puede que, después de todo, fuese necesario contar con este tiempo. Recopilar estelas, juntar palabras, dejarlo escrito. Tal vez este fuera el momento justo de contar la historia. La historia de Gavin, la de mi pequeño canalla.